jueves, 21 de enero de 2010

Intercambio de solsticios (55)

El interior de la estación de Chamartín surgió ante él en la forma de un extraño recuerdo. Porque las cosas que vuelves a ver después de pasado un largo período de tiempo se redescubren en los perfiles que conservaban en tu memoria, mitigados por los cambios que la naturaleza y la mano del hombre han practicado sobre ellos. Pero a veces el contraste es tan importante que se diría que el objeto ha sufrido tal variación que lo ha transformado de forma total. Es entonces cuando el dicho popular afirma eso de “este no es mi Pepe –o mi Bilbao-, que me lo han cambiado”.
Y es que había por lo menos dos estaciones de Chamartín en la vida de Jorge Brassens. Aquella de los viajes nocturnos de los viernes para acudir a las reuniones de la ejecutiva de Juventudes Socialistas, en aquellas literas de tres personas que sólo su juventud le concedía la rara posibilidad de conciliar el sueño. La estación madrileña que se abría ante sus ojos cansados de esas mañanas, cuando decenas de raíles convergían hasta uno de los andenes era para él el gris que pintaba sobre España entera el franquismo moribundo o la democracia primeriza, en esa transición que no había desmontado aún los viejos iconos, tal vez por miedo a que los viejos sublevados del ´36 resurgieran de sus cenizas y volvieran a enterrar la incipiente libertad con paladas de represión y de terror.
Pasaba el tiempo y Jorge Brassens redescubría Chamartín en los útimos años de la década de los 2.000. Sus viajes eran ahora de regreso, no de ida. Él había culminado ya uno de los sueños de su vida: vivir en Madrid. Instalado en el barrio norte de la ciudad, y obligado por tantos motivos a visitar Bilbao o Vitoria, la estación volvia a resultar un recurrente punto de contacto para él. Y Chamartín había adquirido un color del que anteriormente carecía. Era la luminosidad de los anuncios, la claridad de las luces, los productos que exhibían sus tiendas… Chamartín moderno y hasta postmoderno con los trenes de alta velocidad que te dejaban en Valladolid en un santiamén y que dejaban Bilbao a un paso… si no fuera porque la crisis…
Porque la crisis llegaba y con ella vestía de un nuevo color la supeficie de las cosas. Y este color era el amarillo desvaido de la arena de las piedras que se rompían bañando de polvo las viejas superficies. Era el “beige” de la arena de los parapetos de defensa contra los intrusos, el color crudo de la crueldad del hombre que no había sido capaz de reencontrarse desde que la revolución francesa supo ubicar su camino después de tanta sangre derramada. El color de Chamartín era el del eslabón perdido, el del salto atrás, el de la bestia dispuesta a a retomar su venganza después de haber quedado superada por la imprenta y las nuevas tecnologías. Era el color de la no-cultura o de aquella cultura que aquellos aprendices de bárbaros escribían con “k”.

1 comentario:

Sake dijo...

Y entonces ¿qué ocurre?, acaso el humano se aburre en la bondad y de vez en cuando necesita la barbarie para satisfacer los más bajos instintos. Entonces porqué he nacido ¿para qué? no sirvo ni para comprender mis instintos, porque si éso es asi, realmente la existencia no tiene sentido porque carece de meta.