martes, 25 de mayo de 2010

Encuentros cubanos (9)

La ducha –ya que no daba tiempo para un baño en la magnífica piscina del hotel- operaba sobre nuestros organismos exhaustos por el viaje y el calor un efecto balsámico.
Reunidos en el “hall” del hotel, tomamos un taxi a continuación.
Recorríamos las calles de La Habana para reunirnos otra vez con Oswaldo Payá, Ofelia –su mujer- y sus encantadores hijos. La cita con las Damas de Blanco ya se había concertado para el siguiente día y una rueda de prensa matutina en el hotel constituían nuestra agenda del último día de nuestra estancia en la isla. Citas, kilómetros, calor… iban arrojando sobre nosotros paladas de cansancio, así que Rosa nos proponía:
- ¿Qué os parece si le decimos al taxista que nos vuelva a recoger a las 11 y media?
Nos parecía bien, así que esa fue la decisión y el taxista estuvo conforme.
La casa de los Payá despedía el cálido ambiente de la amistad. Viejos conocidos ya, las palabras brotaban con naturalidad y los comentarios ya eran de todos. No sólo de Oswaldo o de una Ofelia que –ingeniero de caminos- opinaba brevemente: sus hijos –ella especialmente, una joven encantadora- intervenían junto con nosotros en un diálogo tan español como el que se habría producido en Madrid, por ejemplo.
Le pregunté a Oswaldo sobre su opinión acerca del preso Guillermo Fariñas, en huelga de hambre desde hacía 80 (?) días y del que Dagoberto Valdés nos acababa de contar que se encontraba al borde de la muerte. Payá tiene un gesto de humanidad que es notable, aunque todo resulta tan admirable en esa persona que las calificaciones resultan siempre insuficientes. Nos dice que él es amigo de Fariñas, que se ha tomado cervezas con él en esa misma casa donde nos encontramos ahora y que le ha pedido que deje la huelga. Hay una extraña actitud por parte de otra gente –se refiere a “los de Miami”- que esperan la muerte de Fariñas y tienen organizados ya los actos de repulsa. Otra vez, el profundo abismo que separa a esos dos mundos: los de dentro y los de fuera. Y yo recuerdo aquellas proclamas que oíamos en casa de mis padres cuando conectábamos “Radio París”, en su programa en español, y que hacía el PSOE en el exilio llamando prácticamente a la revolución contra un régimen muerto. Esas palabras sonaban con la estridencia que tienen los objetos metálicos que chocan entre sí; eran extemporáneas, irreales, vanas. Y es que el exilio produce un extremismo que no se corresponde con la vida cotidiana de la gente, porque la distancia ha construido un mundo tan diferente el uno del otro que se dirían irreconciliables. El régimen de Franco murió con él en la cama, y nadie estaba antes de eso para organizar la revolución. ¿Quién sabe cómo se hará todo en Cuba? Pero nuestros amigos de la isla piensan más en la transición que en la revuelta.
Y esta noche que es mágica en tantos sentidos auténticos de la palabra, es la noche de la humanidad. De ese joven Payá a quien le pasó una bicicleta enemiga por encima de la cabeza y le dejaba sin sentido, ese chico que enseguida deberá afrontar el servicio militar, lejos ya del protector amparo de la casa paterna; de esa joven que sólo recibía la visa para salir de Cuba el mismo día en que despegaba su avión. Era la noche de la verdad de las cosas, la noche tibia en que las flores entreabiertas sólo en la tarde de nuestra llegada desplegaban al aire toda la belleza de la cercanía que reside en el afecto.
El aperitivo se hizo largo entre cubas libres y palabras compartidas. Sólo a las 11 y 10 pasábamos a la cocina, donde una suculenta cena típica nos esperaba. Pensábamos en el taxi, pero no vino. Y ya pasaban de las 12 cuando lo pedíamos al hotel. Pero este tampoco llegaba, de modo que los Payá nos volvían a alojar en su camioneta para acercarnos a nuestra casa. Felizmente para ellos el vehículo público hacía retumbar sus faros en la noche cerrada.
Muy pocas veces en mi vida he querido más que en esta que el adiós sea de verdad un hasta luego.

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