lunes, 13 de diciembre de 2010

Intercambio de solsticios (103)

Lanzarote, 9 de enero de 2003.

Querida Lorsen:

Ayer vino el cerrajero para cambiar las llaves de casa (las del portal y las dos del interior). Después colgué los carteles enmarcados en la pared del salón. Como ves, dedico una buena parte de mi tiempo a hacer las cosas que tú tenías confiadas. Me di el acostumbrado paseo después de las noticias de Tele.5, tome un yogur y llamé a Cruces, para saber cómo había pasado el dia nuestra hija -nadie me telefonea para informarme, lo cual muchas veces no quiere decir nada-: Estaba bien. Ella misma le decía que sí con la cabeza a la enfermera.
No sé por qué, pero hay cosas que me producen más dolor que otras. Colgar un cuadro, por ejemplo. Me resulta tan difícil coger el metro que habías dejado en un estante de la cocina y medir con él las distancias a las que irán los carteles. La repetición de esos hechos me recuerda de tal manera a ti que me invade la pena.
De modo que la noche pasó en una sensación de soledad hiriente, punzante, lacerante. En suma, depresiva, Como si la pendiente se abriera ante mí de tal manera que resultara imposible evitarla. Quizás como te ocurría a ti con tanta frecuencia. Un tobogán muy largo y que te dirige hacia lo más profundo.
Pero, de repente, esta mañana he despertado con una rara sensación de serenidad. Como si mi sufrimiento, el mío –el tuyo se ha acabado ya- no tuviera sentido. ¿De qué me sirve ahora preguntarme si podía haber hecho más por ti? Por ti, que te fuiste porque pensabas que no eras capaz de salir de tu marasmo, que te atenazó un profundo dolor por esa chorrada de la orden de San Fernando. ¿De qué me sirve ahora pensar si hubiera sido mejor asistir a ese acto solo o haberte obligado a ir a casa de tu padre, cuando te negabas claramente a esa segunda solución? ¿Cuál de mis divagaciones te va a devolver a la vida,? A una vida con calidad, se entiende. No a ese permanente vagar entre el sueño y la botella; con unas pequeñas ráfagas de luz en medio, que me permitían –nos permitían- la paz; el encanto de tu conversación inteligente; tus lúcidos análisis sobre la gente, sobre las cosas.
Ahora sólo queda mi figura enlutada, en duelo. Y la de nuestra hija, que se oculta detrás de sus barreras defensivas particulares. Como si cualquier día, el timbre del pasillo anunciara tu llegada. Lo mismo que a veces yo miro el móvil esperando alguna noticia tuya. Pero Pilar se encuentra mejor pertrechada que yo. Y resulta una paradoja: son más duros esos niños que los adultos. Quizás porque les ha faltado la convivencia diaria, y por lo tanto el sentimiento de la ausencia.
Y esa figura solitaria que se recortaba hoy sobre una playa casi vacía –hacía mal tiempo y la temporada de navidades se ha ido-, con mis pantalones cortos y mi camiseta de Van Gogh –herencia tuya-, es lo que queda en mi horizonte futuro sobre la playa de Matagorda, los paseos de Burguete, las calles de Bilbao...
Una figura a la que tengo que llenar de vida, no de tristeza. Estoy seguro de que estás de acuerdo con eso, ¿no? El recuerdo es lo que ahora me queda, pero hay un resto de vida que me corresponde vivir. Sin precipitaciones, con la calma que le suelo poner a las cosas. Pero no tengo más remedio que vivir. Eso... o lanzarme sin dudas al tobogán de la depresión y de la tristeza sin límites.
Esta mañana pensaba, a lo largo de mi paseo, que tú hiciste de mí una persona. Me encontraba muy mal. Había tenido la horrible experiencia de un amor no correspondido. Llegaste tú y me colocaste en un pedestal. Seguramente varios peldaños por encima de donde me correspondía. Y te apresuraste a seguir mi paso. Hoy ya sé que no será como antes de conocerte. Me querré más o menos a mí mismo, pero sé que no soy ni un cero a la izquierda ni un dechado de todas las virtudes. Tampoco me puedo hacer ilusiones. Pensar, por ejemplo, que pueda encontrar alguien que me quiera por lo menos lo mismo que tú me has querido. Quizás sólo deba aspirar a ese término medio que se llama estabilidad, tan lejano de la genialidad como de la mediocridad o la ramplonería.
La vida a mi encuentro: Lo que me queda de vida –si la salud no se me quiebra demasiado rápido-, lo que me queda de encuentro.
Eso sí, te recordaré siempre. Y te recordaré cada vez más en tus mejores momentos. En tus alegrías y no en tus dolores.
No sé por qué, pero la serenidad con que empezaba esta carta ha vuelto a hacerse añicos, y de nuevo me invade una extraña –ya familiar- tristeza. Voy dando eternas vueltas a una noria que no puede acabar, salvo conmigo mismo.
Al cabo, sólo espero que Bilbao y la actividad que me espera, supongan un cierto bálsamo de alivio. Dejo Lanzarote sin reconciliarme plenamente conmigo, con mi existencia futura. Me voy de esta isla más centrado en el pasado que en lo que haya de ser de mí. Y tu presencia, en la imagen de esa foto en la que estás con Bècaud, en la otra que te encuentras con Pilar, me devuelve a los momentos perdidos, y como el poeta afirmo: “Je me souviens des jours anciens, et je pleure”.
Y como no sé muy bien si este ejercicio resulta demasiado duro para mí, quizás sea esta la última carta que te escribo –por un tiempo, claro-. Hasta que una definitiva serenidad se haya apoderado de mí y el control de mi persona y mis sentimientos me pertenezca de algún modo.

Aunque quizás vuelva a escribirte, otra vez, mañana mismo. Todavía no soy yo quien toma las decisiones, sino esas pulsiones que aun mueven mi corazón y que lo hacen latir dentro del tuyo, ahora que no sirve para nada esa aportación, ahora que te has ido. Para siempre.

Pero, mientras tanto, estarás en mi recuerdo permanente. Y te mando el mayor de mis besos, guapa.

1 comentario:

Sake dijo...

Preferiria que me hubieras dejado abandonado y continuaras tu vida en otro lugar con otras vistas, pero lo que no puedo soportar es que tu vida ya no exista.