miércoles, 5 de enero de 2011

Intercambio de solsticios (112)

Pablo esperaba en una mesa exterior de la cafetería del Guggenheim Bilbao a que ella llegara. Se trataba de una zona poco apacible en los lluviosos días del invierno, pero esa primavera sonaba ya a verano y el día era límpido, con un calorcito tibio que invitaba a la pereza. Pablo se felicitaba a sí mismo: había sido una excelente elección.
Y pedía una caña. Era una bebida intermedia entre el refresco y el alcohol puro y duro. Quizás hubiera tomado un gin-tonic, o un martini seco, o un Bloody Mary… pero no quería parecer un dipsómano. Cuando las cosas fueran avanzando entre los dos sería la hora en que ella descubriera sus aficiones más inconfesables y le conminara –las mujeres siempre lo hacen- a dejarlas. Y él lo haría. ¡Qué no está dispuesto a hacer un hombre por la mujer a la que quiere!
Faltaban aún quince minutos para que ella llegara. Las doce cuarenta y cinco. “Estas aceitunas están buenísimas” , pensó. Tenían una buena porción de carne antes de que tus dientes se encontraran con el consabido hueso. Había existido una confusión entre ellos, sin embargo. Cristina era mucho más joven que él, unos quince años. Así que Pablo se había quitado trece. Exactamente. Dos años más que ella era la proporción adecuada. Y así habian mantenido sus contactos por Internet. Y ella parecía subyugada por sus conocimientos, por su experiencia, por los lugares que había visitado, sus trabajos… y él se había instalado cómodamente en una relación que no le exigía apenas ningún esfuerzo. Había detrás de cada correo una ironía –o varias-, detrás de cada expresión una intención que ella no sorprendía sino al cabo de un tiempo. Y él mandaba en la relación. Y le gustaba mandar. Quizás porque siempre lo había querido y muy pocas veces lo conseguía. Pero con Cristina era diferente. Recibía sus correos y los respondía dejándose llevar de sus historias, interesándose por sus comentarios e incluso aceptando esos simulacros de tonteos erótico-sexuales que tanto le gustaban a él y aparentemente ruborizaban a Cristina. ¿Cómo sería ella? ¿qué posiciones amorosas le gustaría experimentar? ¿cómo sería en la cama? Era tan variada la gama de posibilidades que Pablo quiso pensar que era una tía fogosa, ardiente, lujuriosa incluso. Esas tías del norte son como panteras. Te pueden dar lecciones en todo. Y eso que parecen serias y recatadas, a veces hasta bruscas y cabreadas por algo que no se sabe muy bien qué es, enfrentadas a la vida por lo visto…
Luego vinieron las fotos. Y ahí Pablo no faltó a la sinceridad exigida. Le envió una foto actual en la que él parecía algo más joven, aunque sin pasarse -después de todo él no dominaba las técnicas del “Photo-shop”-. Pero Crisitna le escribía un tanto decepcionada. “¿Eres tú?”, le preguntaba. “La vida te ha debido dar bastante leña”. Y es que había ojeras que no podrían resultar achacables a una mala noche, tenía arrugas en las comisura de los labios –siempre se había reído demasiado-, había –no había, mejor dicho- escaso pelo sobre su ilustre cabeza… pero lo había resuelto. Era muy importante todo lo que se escribían desde hacía unos tres meses como para tirarlo todo por la borda, como para no tomar un aperitivo en el exterior del Guggenheim un sábado al mediodía.
Así que había cogido un autobús en la Avenida de América, en Madrid, casi de madrugada, y dejado en una consigna la bolsa de viaje. ¿Quién sabe lo que podía dar de sí aquélla tarde de primavera bilbaina? ¿o aquella noche? Cristina trabajaba y tenía posibles para mantener un apartamento en el pueblo de Las Arenas. Oiga usted. A dos pasos del mismo Neguri. Él no. La vida no le había permitido demasiados progresos profesionales. Mala suerte. Tenía muy malos compañeros de trabajo y … de los jefes, mejor ni hablar. Y ahí estaba. De administrativo de una empresa de informática. Analizando ordenadores por cuatro perras gordas. Se sabía algún que otro palabro en inglés, pero con eso no había llegado muy lejos. Todo lo lejos que le permitían llegar los mil quinientos euros al mes. Lo suficiente para un alquiler en una calle próxima a Atocha y sus consabidas juergas los fines de semana. ¿Y yo qué sé y qué mas da?

2 comentarios:

Sake dijo...

Me ha gustado mucho éste relato D. Fernando y además es tan actual.
Enhorabuena.

Blanca Oraa Moyua dijo...

Me ha encantado.
Por más que lo he intentado no he conseguido saber lo que significa dipsómano.
Googleando bastante he observado diferentes significados.