martes, 17 de mayo de 2011

Intercambio de solsticios (181)

No siempre se reencuentra uno con la alegría de una conversación inteligente y que se sucede en el tiempo, con las obligadas sintonías que una vida va deparando. Pero su interlocutor de ese almuerzo contaba con buena parte de sus referencias y el obligado repaso a buena parte de sus vidas trazaba de ellas bastantes más semejanzas en cuanto al diagnóstico que habían hecho de las situaciones que lo contrario.
Tenían prácticamente la misma edad –un año más Victorino que Jorge-, habían sido vecinos en un barrio residencial de Getxo durante algún tiempo –la banda terrorista ponía sus nombres, junto con los de otros, como justificación por la colocación de una bomba que estallaba de manera espectacular, dejando una estela de destrozos materiales y de conmociones personales.
Vinculados entre sí, además por los elementos ideológicos que apoyaron prácticamente en los mismos momentos: la unión del centro y la derecha en el País Vasco, en el proyecto de Jacobo Márquez, primero; la refundación de ese proyecto a nivel nacional, después y la necesaria regeneración de la política española a través del Partido del Progreso, más recientemente.
Líneas paralelas, sin embargo los trazos que las componían nunca llegarían a juntarse. Brassens había elegido la acción, Campos la abogacía y el periodismo; el primero había llegado a un nivel de discreta dignidad, el segundo había escalado –no trepado, por cierto- hasta las altas cumbres.
Y ahora, en su madurez, compartían diagnóstico y lo compartían de verdad.
Victorino Campos reflexionaría durante el almuerzo acerca de uno de los trabajos que tenía entre manos. En él trataba de analizar la pretendida estrategia de Zapatero. Una línea modular que el que fuera amigo de ambos, Jacobo Martos, había denunciado en una entrevista televisiva pocos días antes. Y es que Martos estaba obsesionado con la idea de que Zapatero y ETA mantenían la misma estrategia: la destrucción de España. Eso casaba bien con la banda terrorista, porque no otro era su objetivo desde los iniciales años ’60 de su creación sino la búsqueda de la autodeterminación y la independencia de Euskadi. ¿Pero podia ser aplicable al presidente del gobierno?
Es cierto que a semejante animal táctico-político no le viene bien semejante calificativo. Quizás más el que sugirió a Brassens Campos, algo así como uno de esos elementos que actúan en sociedad para la división y no para el acuerdo. Especialmente sería la nota generacional la que serviriía a Zapatero para deshacer todo lo que habían consensuado españoles y fuerzas políticas en la transición democrática que vivía nuestro país. Una generación que, como la de Zapatero, desconocía lo que se tuvo que pactar y transigir en esos años, y por lo tanto era incapaz de valorar todo ese esfuerzo. De esta situación psicológica a la abolición de esa circunstancia mediaría sólo un paso; osado, desde luego, pero sólo un paso: el que daría el presidente que ahora anuncia que no se presentará a la reelección.
Campos ponía las cosas en su sitio: no había base para la obsesión de Martos, si no fuera, claro, su propia obsesión. Que en la táctica de Zapatero concidieran en algún momento alguno de los objetivos de la banda asesina no le proporcionaba al insólitamente insulso presidente la calificación de estratega.
Y la “verdad” de Martos estaba lejos de constituirse en verdad absoluta y quedaba constreñida a la más relativa de la “verdad” particular. Poco más que un preocupante síntoma paranoico que no nos ocurre a otros, acostumbrados como estamos a poner en revisión nuestras percepciones de las cosas.

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