miércoles, 25 de mayo de 2011

Intercambio de solsticios (186)

Bilbao, 14 de junio de 2003

Querida Lorsen:

Te escribo a caballo entre mi regreso de Cuba y mi marcha hacia Barcelona.
Tuve un viaje relativamente bueno a la Habana, aunque Eloy no paraba de dormir. Ya sabes que ese no es un problema excesivo para mí. Iba bien provisto de libros –leí todos los que llevaba para el viaje, por cierto.
La llegada se produce a un aeropuerto que es más que nada un hangar. Se forman unas colas bastante largas para pasar el control policial. Una agente de policía me miraba directamente a los ojos para comprobar que era yo mismo el de la fotografía –relativamente reciente, de este año, pues me hice el pasaporte para viajar a China-. Después otra larga cola hasta que salieron todas las maletas. Y, más tarde, una espera bastante prolongada en el autobús que nos llevaría hasta el hotel, porque debían recoger a más gente de la prevista.
Cuando nos dejaron en el Melía Cohiba yo ya estaba bastante cansado. Eloy quiso darse una vuelta por la zona, así que quedamos a desayunar a las ocho de la mañana en el “buffet”. La habitación estaba bien, pero no acababan de subir mi equipaje, de modo que a las cuatro menos cuarto –hora local- seis horas menos que en España, lo reclamé. Me dijeron que no lo tenían identificado y que lo iban a reenviar al aeropuerto.
El desayuno tuvo la característica general de lo que es Cuba. Muy pocos productos. La mantequilla, aún la de marca conocida –Arias, por ejemplo- sabe mal, la fruta está demasiado madura, la bollería es incomestible y lo único que se puede tomar es un par de huevos y una taza de café. Y eso todos los días, porque a lo largo de la jornada te encuentras con tres cuartas partes del mismo problema.
Ese domingo la Habana Vieja se desperezaba. La gente no estaba en las calles, pero no faltaba quien te preguntaba por tu origen, te decía eso de:
- ¡España va bien!
Y se brindaba –a cambio de algunos dólares, por supuesto- a enseñarte la ciudad, que tiene su encanto colonial, aunque en buena parte se encuentra deterioradísima: es como una fotografía de los años cincuenta, pero con el efecto del tiempo pegado sobre las construcciones, sobre los coches...
En la Habana Vieja todo está en venta, todo el mundo se vende o vende lo que pueda: una botella de ron, una caja de habanos, ellos mismos. No hay pesos, sólo dólares. Y la vida no es barata. Un viaje en taxi son cinco dólares. Una comida –más que regular- veinticinco.
Vimos la catedral y la calle principal de la Habana, por donde merodeaba Hemingway. Hay allí una farmacia maravillosa, con un mostrador y unas estanterías de caoba, pero en la que apenas si se venden medicinas.
Compré una postal con tres coches de los años 50 para Pilar y un vestido hecho a mano, que me costó doce dólares.
Era la época de las lluvias, así que casi todas las tardes llovía torrencialmente.
Yo visitaba la Habana Vieja por las mañanas, en tanto que Eloy empleaba su tiempo en dormir. Pude ver la calle de la santería –Hamlet o algo así- donde compré un collar que era de San Francisco Javier en el sincretismo religioso que usan –semejante al de Bahía, donde tuvimos la oportunidad de visitar un templo de esas características -¿te acuerdas?- El collar servía para todo. Luego me enviaron otra vez al centro de la Habana Vieja donde compré una muñeca de felpa que simbolizaba la victoria contra la guerra: Me pareció bastante adecuada, dada la situación que estamos viviendo por aquí. Luego me presentaron a una santera que estaba dispuesta a cargármela –bendecirla- pero yo les dije que sólo la quería como recuerdo. La he puesto sobre mi cama, al lado de un payaso que me regaló Pilar al que he puesto por nombre “Saltimbanco”.
Eloy se dormía en las discotecas, en los hoteles, en las piscinas. Y confieso que hubo un momento en que me encontré mal, pensando en ti. Y cogido de esa emoción escribí al día siguiente estas líneas:

El tiempo se detiene en las piscinas,
Flota como el chapoteo del nadador,
Vaga en torno de la señora italiana que toma el sol,
O rodea a mi amigo que duerme apaciblemente.

El tiempo se detiene en las piscinas,
Y yo intento leer un libro sobre Alfonso XIII,
En tanto que esta piscina me recuerda a otras,
Y esa sensación me acerca a ti,
Cuando el tiempo, ¡ay!, se detenía en las piscinas,
Y allí estabas tú,
A veces dormida,
Otras hablando incansablemente,
Tu conversación aguda
Y loca
E imprevisible
Poco antes de darte un baño,
Del que salías con el pelo pegado a la cabeza,
Con esa cara de niña que te quedaba.

Eran esas piscinas de tus palabras afectuosas.
Siempre había un
“Jorge, lo estamos pasando muy bien, ¿verdad?”
o “Jorge, te quiero mucho”.

Y mientras tanto yo pasaba las páginas,
Pensando en que todo eso era normal.
Era normal, por ejemplo, que me quisieras tanto.
Porque tu amor duraría siempre,
Como el tiempo que ahora se ha parado sobre esta piscina
Aunque tú no estás ya,
Y la piscina me devuelve tus palabras, que son mías,
Cuando digo que “te quiero”,
-ahora que no te lo puedo decir-.
Y entonces descubro que estoy solo,
Junto al chapoteo del nadador,
A la señora italiana que toma el sol,
O al amigo que echa su siesta.

Otro autobús nos condujo a Varadero, que es una península a ambos lados de la cual hay dos playas: Una enorme y salvaje a la que se llegaba después de salir del hotel y andar tu buen cuarto de hora. La otra, justo detrás de la piscina, que era la que yo utilizaba. Prácticamente se trataba de una playa privada, a la que sólo se podía acceder por el hotel –turistas y empleados- o por el mar. Con tres vueltas que le dabas paseabas una hora entera, lo cual yo hacía todas las mañanas –Eloy se había quemado desde el primer día, porque se quedaba dormido al sol y no podía salir de la sombra, aún así seguía quemándose.
Varadero no es Cuba: es una organización turística. Cuando sales del hotel sólo te encuentras con extranjeros. Los locales no te molestan. Viven en unas casas razonablemente acondicionadas y trabajan todos en las tiendas o en los hoteles. No molestan a los turistas. Las casas de la Habana Vieja –entré en un par de ellas porque me ofrecieron unos puros- eran desoladoras: Sólo había unos humildes asientos de “skay” para los miembros de la casa –cuando te ofrecían uno, había alguien que se tenía que levantar-. No existían portales, todo lo habían transformado en viviendas –si es que se las puede llamar así-. Y los electrodomésticos eran antiquísimos –como esas neveras que se cerraban con un “clic” y que tenían un hueco arriba, para el hielo. A pesar de todo la gente cubana es limpia y va siempre planchada. El único olor raro es el de la gasolina –que tiene un elevado componente de azufre, que impregna el ambiente.
En el hotel de Varadero nos pusieron una pulsera de plástico, con la que podías hacer todo tipo de actividades: ir a la piscina, comer, cenar, desayunar, tomar una cerveza... Y había diferentes restaurantes, en algunos de los cuales convenía reservar tu plaza con antelación. Aunque el régimen alimentario resultaba igual de lamentable.
Tuvo su interés la visita que hicimos a la casa Dupont, el propietario del grupo químico internacional que fue el descubridor de Varadero. Es una casa sencilla, de tres plantas, con salientes de caoba para los miradores y la puerta, y que da al mar y a la playa. Dicen que se sintió muy triste cuando se la expropiaron. Para entonces Eloy se encontraba ya bastante recuperado de su cansancio, no hablaba solamente él, ni se dormía a continuación. Me contó sus cosas y te confieso que me dio pena. A sus cuarenta y cinco años carece de ilusión por la vida y de motivos por los cuales seguir peleando. Ha pasado –como yo- un malísimo año 2002 y quiere recuperarse. Está –estamos- en la crisis de los cuarenta, de la que seguramente sólo podemos salir parcialmente indemnes. Es necesario que nos reconozcamos en nosotros mismos, con todos nuestros logros y nuestros desaciertos, y que le echemos un pequeño empuje para seguir. Después de todo, una buena parte de la gente que se encuentra a nuestro alrededor está peor que nosotros, y combate su depresión a base de alcohol, de compañías ocasionales o sentado junto a la silla de un psiquiatra. Dos o tres cajas de “Valium 10” les anuncian que pueden terminar esa misma noche con tanta desolación.
Mi regreso a Bilbao ha resultado tranquilo. Pilar me recibió muy bien. Le han quitado la silla para cambiársela por la nueva, y la pobre está siempre amarrada a la cama, lo que le produce una gran incomodidad. Tengo algo más de sueño que el habitual –debido al calor y al “jet lag”-. No he tenido nada que defender en el último pleno. Cené con tu padre ayer, cuando fui a recoger a Bècaud, y le he visto como siempre, aunque la hernia le molesta cada vez más. Gaby está muy bien.
José Luis Zuazola ha muerto víctima de un derrame cerebral, estuve en el funeral; mi tío Guillermo está hospitalizado a consecuencia de una gastroenteritis y a Dolores Aguirre le han devuelto tres toros en una corrida de la Feria de San Isidro.
Me llamó Cuca. Vendrán a Lanzarote del 16 al 22 de julio.

No quiero dejar de escribir estas líneas sin decirte que te sigo queriendo, aunque ahora sirve de bastante poco que te lo repita. Hubo un tiempo en que quizás necesitabas más de mi cariño, pero yo ya no sabía cómo acercarte al mundo de los vivos. No sé muy bien si me estoy justificando. En todo caso, está claro que ya no serviría de nada. Hasta luego, guapa.

No hay comentarios: