miércoles, 29 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (204)

Bilbao, 28 de agosto de 2003.

Querida Lorsen:

Como ves te escribo estas letras el mismo día de tu aniversario. Una gran vela se consume junto a tus cenizas. He intentado comprar unas rosas rojas –nueve, por los meses que llevo sin ti- pero la floristería de la esquina está cerrada por reformas, y por la tarde están cerradas otras, o de vacaciones. Queda, eso sí, el ocho de septiembre, nuestro décimo noveno aniversario, en que buscaré las flores que tanto escatimaba en vida. Ya ves: Ahora que no me las puedes agradecer es cuando siento no poder ofrecértelas.
Lo cierto es que he ido a menos a lo largo del día, con una depresión que ha ganado una buena parte del terreno que había perdido, especialmente en Arrechea. Aunque, después de todo, mi disciplina me ha permitido ponerme ante el ordenador y escribir alguna cosa. Espero hacer todo lo que me he propuesto durante el día, a pesar de que para ello deba tragarme una buena parte de mis angustias existenciales.
Pilar ha pasado su dieciséis cumpleaños en un verdadero torbellino, como si estuviera montada en una montaña rusa de visitas, regalos y cariño. La felicidad que al resto de los mortales –los normales, los que se dice que estamos sanos- se nos niega, la recibe nuestra hija a raudales, sin medida ni tasa. Pilar reina verdaderamente en la sala de cuidados intensivos de pediatría. Más aún cuando no había más que una persona ingresada –aparte de ella.
Por mi parte, he intentado encargarme de la parte material del asunto, a la manera en que lo hacías tú. Los helados, unas pastas, el vinito clarete... Pero tu ausencia era lo más presente que había ayer, excepto Pilar, claro. Pero ella creo que se ha parapetado muy convenientemente detrás de sus capacidades defensivas –que no son pocas- y se ha enroscado a la vida, con todas las limitaciones que esta le ofrece, pero también con ese cariño que tanta gente le da, le damos –o le procuramos dar.
Todo en la vida –más bien, tantas cosas- viene a ser una especie de contradicción que se sucede a sí misma. Un sociólogo lo llamaría la “self fulfilling contradiction,” o así. Viven, y plenamente, los que parecería que sólo les quedaba poco más que meses de vida. Morís –morimos, en cierta forma siempre nos vamos con la que gente que queremos, lo mismo que los que os vais no lo hacéis definitivamente en tanto quienes os quisimos seguimos viviendo, claro, por decirlo de algún modo- los que deberíais haber vivido mucho tiempo más que todos nosotros. ¡Estúpido de mí! ¡Yo, que te daba noventa y más años de vida!, ¡que estaba preocupado por tu pensión, porque mi existencia me parecía –me lo sigue pareciendo- limitada a unos veinte, quizás veinticinco, todo lo más, años de vida.
Así, el recuerdo de Pilar se anuda al tuyo. Y esa es la experiencia principal de su cumpleaños. Enrique, Patricia y las niñas, Kelly, e incluso una auxiliar que le ponía una larga carta –un tanto cursi, pero sentida-. Pilar y Lorsen, Lorsen y Pilar, como dos seres que vagan en espacios distintos, esperando que llegue el día en que puedan volver a unirse, aunque sea en la nada, porque nuestra Virgen de Roncesvalles, al final, no pueda acercaros, porque no seáis nada, en definitiva.
Y yo, con esa impresión que arrastro, debida a a mis carencias de autoestima, de ser poco más que el perro del lazarillo en vuestra relación, espero que el futuro de la paz, que se parece por desgracia bastante a los cementerios -¡la vida resulta tan poco gratificadora!-, espero también unirme a vosotros cuando quiera esa Virgen a quien tanto quiero, dondequiera que estéis, para celebrar en ese sitio –o en esa nada- algunos cumpleaños, algunas Navidades, con vosotros. Cumpleaños y Navidades que no se interrumpan nunca porque ha llegado la hora en que Pilar está cansada y nosotros debemos volver a casa.
Tengo que dejar la máquina. Estoy llorando y apenas veo las letras.

Te quiero.

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