miércoles, 14 de septiembre de 2011

Intercambio de solsticios (236)

Cristino Romerales paseaba su redondo organismo por el despacho; las manos, ora entrelazadas por detrás, la cabeza agachada hacia el suelo; ora en actitud como de plegaria, la mirada dirigida hacia el techo.
Siempre se trataba de acertar. En todos los casos, pero en este en particular. Ya tenía dos amigos secuestrados por el sistema de Cardidal-Sotomenor: Jorge Brassens, aún en su casa, por fortuna y Bachat, sometido seguramente a tortura por los esbirros de la pareja.
Habría que plantear una iniciativa para el rescate de ambos. A los dos habría que sacarlos prácticamente de las narices de los nuevos dictadores de Chamartín. En ese sentido, el plan de ataque previsto, las tanquetas en la frontera con Chamartín sólo llevaría consigo la correspondiente cuota de muertes civiles y un final de la escaramuza -¿de la guerra?- que muy poca gente sabría en que podía quedar. Filosófico, Romerales concluía con una apreciación digna de ese maestro de las contiendas bélicas que fuera Von Clausewicz: las guerras… se sabe cómo empiezan, pero nunca cómo acaban.
Quizás por eso, Cristino se estaba convirtiendo en un pacificista a ultranza, porque ahora le correspondía buena parte de la responsabilidad de la decisión.
¿Y quién le podría asesorar en esa cuestión? Estaba el viejo coronel, Jacinto Perdomo, pero quizás carecía ya del conocimiento suficiente como para advertirle de la manera más eficaz de llevar a cabo esa segunda operación, la que no era militar, la que probablemente habría necesitado de los antiguos GEOs, la “Operación Arándano”, por llamarla de alguna manera… y para eso quizás convendría que se pusiera en contacto con Damián Cortés, otro coronel del ejército retirado, al que había conocido con Brassens en el Partido del Progreso y que en su día había pertenecido al CESID.
No lo tenía entre sus más directos colaboradores, pero disponía de un sistema de comunicación con él. Además vivía no lejos de la calle Génova.
- Juanito. Me urge hablar con Damián Cortés –dijo a un muchacho que hacía las veces de lo que antaño, cuando aún no se habían descubierto los ordenadores y los correos electrónicos, los móviles y los “couriers”, atendían al curioso apelativo de “propios”.
Y “Juanito” salía corriendo de su despacho como una especie de Mercurio redivivo.
Entre tanto cavilaba sobre el segundo paso que tomar.
Una vez concluido el tercer recorrido por su despacho no podía más. De modo que se dirigió hacia su mesa y marcó el número de su presidente.
- Es todo mentira, Juan Andrés –declaró Romerales.
- Es inevitable. En estos casos todo el mundo miente –contestaba su presidente, sin inmutarse aparentemente.
- Creo que tenemos que hacer alguna otra cosa.
- Yo también –aceptó Sánchez con voz grave-. Creo que voy a llamar a Jacobo Márquez…
No quería otra gestión. Siempre había creído Sánchez que los problemas se arreglan entre presidentes, aunque uno de ellos sólo llevara el nombre de tal cargo.
- Está bien –convino Romerales-. Entre tanto yo voy a preparar una estrategia diferente. Te la contaré después.
Pero ya estaba Sánchez pidiendo a su secretaria que pusiera en marcha el llamado “teléfono azul” que le comunicaba con su homólogo de Chamartín.
Después de todo, ambos habían militado en el Partido Popular, y ese era su color corporativo…

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