viernes, 16 de septiembre de 2011

Intercambio de solsticios (237)

Milán, 22 de octubre de 2003.

Querida Lorsen:

Aún sin el ordenador, y a la manera antigua, en un cuaderno, te pongo estas letras.
Mi primer día en Italia sin ti no ha pasado del todo mal. Quizás porque Milán no es una fuente de recuerdos comunes y eso me ha proporcionado una especie de aterrizaje suave en este país.
Prescindo de contarte el día. sólo puedo decirte que cuando volvíamos al hotel, encorbatado, estaba el representante de Batasuna, charlando como si tal cosa, cuando había desaparecido durante toda la jornada –a saber qué haría, seguro que nada bueno-. El caso es que he subido a mi habitación y he resuelto cenar por mi cuenta. No tenía estómago para aguantar a ese tipejo.
He dado una vuelta a la manzana y, junto a una estación de trenes, he comprado un regalo a Pilar. Después he buscado un “restaurant” hasta que he encontrado uno que tenía un enorme encanto. Seguro que te habría gustado. La gente entraba, como en el Edelweiss de Madrid, sin reservar previamente. Al poco he conseguido una mesa. El local tenía un empanelado de madera hasta la mitad de la pared. Enfrente de mí había unos americanos; a mi lado unos locales, los tres vestían de negro –esa moda existencialista que ya creía yo pasada, pero que sigue haciendo furor, al menos en Italia-. El tren de la vecina estación provocaba un pequeño terremoto cada seis o siete minutos y los camareros que atendían eran muy simpáticos. Pensaba que si hubiéramos estado juntos los dos ese lugar habría formado parte necesaria de nuestros recuerdos y de nuestras costumbres –en el caso de haber vuelto por ahí-. Sin ti, no hay más que este frío ordenador –ahora estoy pasando la carta- a quien comentárselo y la ilusión -¡ay!, tan vana- de que de alguna forma tú pudieras saber algo de esto.
Mañana trataré de llegar lo antes posible a Florencia. Alfonso de Virgilis me ha invitado a comer el viernes. Luego se va a Roma. Ya te contaré.

Un beso.

No hay comentarios: