jueves, 29 de septiembre de 2011

Intercambio de solsticios (245)

Extrajeron a Bachat de la bañera por segunda vez. Exhausto, vació sus náuseas sobre el suelo de la sala de torturas.
- Supongo que ahora sí tienes algo que decirnos –le espetó el jefe de los torturadores.
Bachat le observó desde sus ojos atónitos. La visión se descomponía en un montón de fragmentos craquelados, como las televisiones cuando están perdiendo la señal.
- Te voy a ayudar un poco –continuaba el jefe-. Para que no digas que no te damos ideas, que somos malas personas… La pregunta que quiero que respondas es: ¿qué estáis pensando hacer los de Chamberí con nosotros?
Bachat no contestó.
- ¿Sigues en la misma?
El saharaui sacaba fuerzas de donde ya no las había. Quizás pensaba que daba lo mismo contestar una cosa que otra. Como si la nebulosa en la que se encontraba le permitiera tanto confesar como callar. De modo que optaría por repetir, en una voz que era ya apenas un susurro, su condición policial.
El jefe empezaba a ponerse nervioso. Pasaba el tiempo que se le había proporcionado por sus superiores y no tenía nada que presentarles.
- ¿Le damos un poco de marcha? –preguntaría uno de los torturadores.
El jefe hizo una señal de asentimiento perezoso con la cabeza. Sí. Le darían “marcha”.
Uno de los verdugos desaparecía de las proximidades de la bañera, junto a la que se encontraba Bachat. El saharaui seguía sus torpes pasos sin perderle de vista. El carcelero se detuvo frente a un gran armario de madera de factura originariamente impecable, seguro producto de alguna de las requisas a las que tan familiarizados estaban en aquél distrito, al que el constante maltrato de aquellos sujetos había prácticamente vaciado de todo objeto de valor.
La puerta del mueble emitió un agudo chirrido cuando se abrió. De un cajón interior extrajo el carcelero un objeto parecido a una linterna negra, fabricada con metal brillante.
El torturador la observó atentamente.
- Está cargada –observaría este después de su inspección.
- ¡Sentádlo! –ordenó el jefe a otros dos agentes, que cogieron por los brazos a un aturdido Bachat hasta que pusieron sus posaderas sobre un minúsculo banco de tres patas.
- Ahora… sujetadlo –ordenó de nuevo el jefe.
El carcelero que llevaba la linterna se aproximó a él, mientras los otros dos trincaban al saharaui cada uno por un brazo a la espalda de este, que como consecuencia debía mantenerse en posición muy erguida.
Entonces pudo colegir Bachat que la tal “linterna” era más ancha por un extremo y que en el más reducido había una especie de botón rojo.
El saharaui se puso en lo peor.
El agente aplicaría la parte más ancha en el espacio de la cabeza inmediatamente superior a su oreja izquierda.
- ¡Que no se mueva! –advirtió a su compañeros.
Bachat sintió un nuevo empujón sobre sus doloridos brazos, que casi le obligaba a levantarse de su reducido taburete.

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