lunes, 31 de octubre de 2011

Intercambio de solsticios (260)

Le aplicarían esa especie de linterna en su misma sien. Con una sonrisa sardónica -¿quién en su sano juicio podría decir que el mal no existe?- uno de sus verdugos apretaba una especie de botón de color rojo; el mando que, en una linterna, arrojaría luz sobre el recinto objeto de su iluminación. En lugar de ello, Bachat sintió una descarga eléctrica de proporciones nunca imaginadas. Alguna vez el saharaui había podido experimentar el desagradable episodio de la descarga que se produce cuando tocas algún cable mal protegido, cuando este conecta con otro y cuando la red está enchufada. Pero eso se parecía muy poco a lo que le pasaba por la cabeza en aquellos momentos.
Duró una eternidad. La tortura se demora tanto en el tiempo en que se produce como en el tiempo en que se recuerda, pero el saharaui no sabía muy bien todavía si –como consecuencia de aquella agresión- él se quedaría allí, tendido en medio de una fría sala, contemplando esa imagen de una bañera en la que se le había sometido a una de las vejaciones más fuertes de su vida: una imagen que se pegaría a su retina en el momento final, cuando entregara su vida al Dios de los creyentes, con la esperanza de un más allá definitivamente grato y salvador. No más sufrimiento; ni para su pueblo del Sahara; ni para ese pueblo importado que se llamaba Chamberí; ni para él mismo, al cabo un mero testigo presencial y activo de una época.
Pudo con él la descarga y su mente aturdida le llevaba a ese mundo nuevo; en una especie de viaje que era iniciático y terminal, a la vez. Se iba de esa mierda de vida, por fin. Los verdugos le hacían el mayor de los favores, quizás lo que nadie desea salvo en momentos muy concretos, terminados los cuales, uno se aferra a lo que hay, a la existencia que tiene, como un balón de oxígeno para quien no puede respirar, como una tabla salvavidas para quien está a punto de hundirse: la vida, como única referencia.
Y al otro lado del túnel negro de su nueva realidad, observaba Bachat la figura de su madre, envuelta en el darrah típico de su país. Le extendía una mano curiosamente juvenil, y su sonrisa afectuosa no se producía en una cara avejentada por las arrugas. Fathma, esa mujer que tuvo seis hijos, y a la que se les murieron tres. Fathma, que les contaba las viejas historias de su pueblo, en las tiendas que se elevaban en los atardeceres y se desmontaban cuando surgía una nube que les advertí que por allí, en el norte o en el este, existía la mera posibilidad del agua. Fathma, mujer y madre, alegre y feliz, como él mismo se sentía en aquéllos momentos. Fathma, una especie de Virgen María de los musulmanes, rediviva, en aquella tierra en la que ya no existiría nunca más la fe o la esperanza… y ¿qué decir de la caridad?
Le echaron un balde de agua, pero Bachat no fue consciente de ello. Quizás notaba que la imagen de su madre se desvanecía por momentos y él la llamaba, porque quería seguir con ella por todo el resto de su vida, una nueva vida que se le presentaba ya como definitiva e interminable.
Un segundo balde de agua le devolvía a una cierta consciencia.
Percibía los gritos de sus verdugos el acarreo de agua que extraían de la inmunda bañera, el alboroto, el nerviosismo.
- ¡Rápido! ¡Se nos está yendo! ¡La tenemos clara con los jefes!

No hay comentarios: