lunes, 2 de enero de 2012

Intercambio de solsticios (296)

No hizo falta más que de un leve puntapié para que cediera la puerta: en realidad se trataba de una jamba fabricada de conglomerado de madera. “Era muy frecuente en esos tiempos” –se dijo Vic Suarez para sí misma-. Los buenos materiales de antaño servían para otras utilidades y se veían sustituidos por productos de ínfima calidad; la suficiente para que se recogiera una familia durante un par de noches, el tiempo preciso para emigrar de ese distrito en que la nueva mafia facinerosa de Cardidal-Sotomenor se había hecho con todo el poder. ¡Quizás esa debiera ser su próxima decisión! Con tal de que pudieran pasar esa fatídica noche, desde luego”.
Se trataba de un apartamento mínimo. El recibidor de un par de metros cuadrados franqueaba el paso al cuarto de baño, a su izquierda; al dormitorio principal, justo frente a la puerta y a un salón-cocina, que se comunicaban entre sí, con la única novedad estética de un arco que servía de frontera a los dos espacios.
Vic conocía el apartamento. Pertenecía en su día a una señora vinculada familiarmente con uno de los ministros de Hacienda más conocidos de Felipe González y eso que se decía “glamourosos” –dado su último matrimonio-. Lo había donado a uno de sus hijos para que lo alquilara o hiciera de él lo que quisiera.
Después de la cocina había un patiejo en el que, si se dieran mal las cosas, se podrían refugiar. Aunque, tenían pocas posibilidades de escapar de él. En realidad, se trataba más bien de un escondite-trampa.
Suavemente empujó a su marido hacia el interior. Agotado, Brassens, recorrió el espacio que mediaba entre la puerta y el salón para advertir que aún quedaba un horrible sofá de color rojo que emitía una especie de destello a pesar de la noche cerrada. En él se dejaría caer Jorge exhalando un suspiro que se encontraba más cerca de sus postrimerías que de un cansancio que se cura a base de una buena noche de reposo.
Entretanto, su mujer recorría nerviosa el local a la vez que ponía en orden sus ideas.

Sotomenor había encargado a su secretaria que buscara a sus dos hombres. Lo-mejor-que-tenía… pero, hasta el momento, el rastreo realizado por ella había resultado infructuoso.
- ¿Sabes lo que te digo? –preguntó Cardidal de forma un tanto retórica, pues estaba claro que a continuación se iba a contestar a sí mismo-. Que esto no me gusta nada… mandas a unos tíos a que le den un repaso a Romerales y los repasados son ellos mismos.
Su número dos se frotaba nerviosamente la barbilla sin contestar palabra alguna.
- Es muy desagradable que no te contesten –dijo entoces Cardidal, a medio camino entre el abatimiento y la exclamación.
- ¡Te quieres callar! –gritó, este sí, Sotomenor-. Estoy pensando…
- Hay que ir a por Brassens.
- Ya no es posible –contestó el jefe de policía de Chamartín-. Acabo de dar la orden de que regresen aquí.

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