jueves, 26 de abril de 2012

Intercambio de solsticios (353)

Surgían de aquella noche cerrada del Madrid que aún no era capaz de concluir el espacio de una madrugada infinita. Y eran tres vehículos desconcertantes por su heterogeneidad: dos 4X4 que sólo formaban parte del parque móvil de Chamartín porque no se los habían querido quedar ninguno de los “cappos” de aquella nueva mafia de los poderosos señores que controlaban todos los sistemas de comercio del barrio –decir que fueran “mercados negros” era como plantear un pleonasmo: toda transacción económica en Chamartín estaba sujeta a la presión, la extorsión y al dominio del más fuerte. Uno de los todo-terrenos era un Suzuki Vittara básico de los noventa, el otro un Lada Niva ruso-soviético de cuyo origen ni siquiera hubiera podido hablar el telón de acero al que se refirió Winston Churchill. Junto a ellos, el potente Porsche Carrera de Sotomenor, cuyo rugido sordo emitía un agradable sonido, si bien oscurecido por los alocados chillidos de los motores de los otros vehículos. - ¡Primero los 4X4! –ordenaría Sototmenor a los conductores. Le preocupaba en efecto que cualquiera de loa baches que existían a lo largo del recorrido acabaran con su flamante automóvil. Los restantes componentes del singular grupo comandado por el coronel Corted tenían el mismo pelaje que los anteriores. Todo parecía suponer qie aquella leva de madrugada no habría dado para más. Romerales dibujaría un gesto de estupefacción ante aquellos cinco sujetos que más parecían surgir de las cloacas de un París dieciochesco que de algún residuo de los célebres GEOs a cuya experiencia se entregaban otrora las más arriesgadas misiones. Pero Corted advertía enseguida la contrariedad del responsable de Interior de Chamberí y le espetaba: - No te creas que son cualquier cosa. Estos se parecen más a los de “Misión Imposible” que a los Grupos Especiales… “Y tú debes ser George Peppard”, pensó Romerales para sus adentros. - Está bien –aceptó Cristino con resignación filosófica, musulmana más bien que cristiana, Romerales: los adoradores de Alá pensaban que el destino estaba poco menos que escrito y la acción humana sólo triunfaba en el caso de que estuviera de acuerdo con los designios de Dios y de su profeta maximo-. Primitivamente habíamos pensado en organizar un ataque contra Chamartín, pero he sabido que van a venir para aquí… - ¿De cuánto tiempo disponemos? –preguntó el coronel de forma resuelta. - No lo sé. Quizás de algo más de media hora. - En ese caso debemos actuar deprisa –dijo Corted mirando hacia una de las paredes-.¿Por dónde crees que podrían entrar? - Este edificio no tiene más que dos puertas: la principal y la del garaje –respondió Romerales-. ¿Qué me sugieres? - Pues está claro: protegerlas. - ¿Y de qué manera? - Mi criterio es jugar a la sorpresa, si es posible. ¿Saben ellos que nosotros sabemos que van a venir?

miércoles, 25 de abril de 2012

Intercambio de solsticios (352)

- No voy a consentir, seguía la mujer de Leonardo, que pase un sólo minuto de su tiempo disgustado por algo (trampas, zancadillas o similar) que injustificadamente le provoque nadie, especialmente vosotras dos, que sois a quienes va dirigido este e-mail –proseguía equis su narración. - ¡Vaya con la nueva cuñada! –exclamó Brassens. - Ya ves. Y seguía diciendo que ya veían, que estaba dispuesta a calmar las aguas y actuar “socialmente” delante de su madre siempre que fuera necesario, pero quería que tuvieran claro que en todo momento apoyaría a su marido y estaría a su lado, hombro con hombro ante todo el mal juego que se produzca. - ¿Eso era todo? –preguntó Brassens. - En cuanto a lo que decía su correo sí –repuso equis-. En realidad, ella no esperaba respuesta. Pero, seis días después, Carmen Jiménez, desde la cuenta de correo de Eugenia, dirigían un mail al nuevo matrimonio. - ¿Y qué les decían? - Que tras el mensaje de ella habían pensado despacio, como, escrito así, pediros disculpas y explicaros nuestra situación. Ante todo querían darles las gracias por hacer que el día del cumpleaños de su madre fuera un día muy feliz para ella. Seguían diciendo que disfrutaron todos de estar juntos los 8 hermanos y sus familias (los que pudieron acompañarles), agragaban. Hacía mucho tiempo que esto no ocurría. Y fue una comida de familia que recordarían siempre. Fue muy generoso y cariñoso de parte del matrimonio de Leonardo Jiménez el esfuerzo de venir a compartirlo. - Un poco de palmadita en la espalda, para empezar –sugirió Brassens. - Seguía con que estaban encantadas de que estuviera la mujer de Leonardo en la familia y junto a este al que evidentemente ella hacía muy feliz, porque era evidente que ambos eran muy felices juntos. - Una felicidad reiterada. - Sí –asentía equis-. Y luego decían reconocer que su organización de la celebración no fue buena y que eso estaba claro. Que las dos hermanas lo prepararon durante mucho tiempo… - Razóin de más para que lo hubieran hecho correctamente. - Que lo comunicaron a todos los hermanos con mucha antelación, pero que luego no lo recordaron adecuadamente. Que eso no era una disculpa, pero era que estaban Eugenia y ella con muchos problemas personales y laborales que se mezclan a nuestras otras obligaciones familiares y hacen que no hubieran controlado adecuadamente la comunicación de la celebración y sus detalles. - Era un lenguaje muy político. - De casta le venía al galgo –observaría equis-. Querían decirles firmemente que todos y todas los hermanos… - … Y hermanas. - No, eso no decían. Que todos los hermanos y sus parejas eran muy importantes para ellas, que el error no significaba una situación de falta de aprecio o de cariño.

martes, 24 de abril de 2012

Intercambio de solsticios (351)

Ahora recuerdo el día en que nació. Una mañana de finales de agosto de 1987, seguramente después de la temporada de corridas, de fiestas de Bilbao. Lorsen y yo asistíamos puntualmente a los toros y, después, a la acostumbrada cita del Hotel Ercilla, donde compartíamos un aperitivo con los amigos, y antes de la consabida cena con quien correspondiera esa noche, y de las copas que nos conducían inevitablemente a la discoteca “Bocfaccio”, del siempre divertido e inevitable hotel de la calle Ercilla, donde bailábamos unas sevillanas que no sabíamos muy bien interpretar, animados por las guitarras de los del “Río”, claro, antes de que estos señores se hicieran mundialmente famosos con su “Macarena”. Lorsen tenía su cita con el ginecólogo, que estaba de vacaciones. Su sustituto, un joven “bastante guapo” –según mi mujer, que yo de belleza masculina no he entendido nunca-, le hizo la correspondiente ecografía para decirle que había visto algo raro –luego supimos que lo que vio era lo que no vio, trabalenguas aparente que quiere decir que no observó movimientos en el feto-. Por lo tanto, había que proceder a una cesárea programada. A esta sí podría acudir el ginecólogo habitual de Lorsen. Y ella estaba más que preocupada con el asunto, aunque le echaba valor suficiente para no transmitírmelo a mí. Lo cierto es que me hizo acompañarla a la iglesia getxotarra de Las Mercedes, donde un viejísimo y sordísimo don Julio –más conocido por el vecindario como “don Julito”, a causa de su tamaño y vivacidad- le preguntaba cosas como “¿quién es ese César?” –por lo de la cesárea- y le comentaba que •pobre chica, –por mi mujer- ¡con lo bien que salen por el otro sitio!” Así que esa mañana, una vez que se había visto ungida por todas las bendiciones posibles, Lorsen se fue hasta la clínica de San Sebastián en Deusto, donde unos cincuenta años antes había muerto mi abuelo, después de haber recibido en su cuerpo buena parte de los dos cargadores que vaciaba un pobre loco nacionalista vasco. Yo me encontraba en la habitación que luego nos correspondería, esperando el advenimiento. Y lo que advino sería que “la madre está bien, pero la niña no respira”, según el confuso mensaje que recibíamos de las enfermeras que habían atendido el parto, a la vez que arrastraba la cama de Lorsen hasta el lugar que le correspondía. Mi mujer, que apenas estaba saliendo de la anestesia, adormilada y torpe de pensamientos, no sabía preguntar otra cosa: “¿qué ha pasado?” Por supuesto que le dijimos que “nada, no ha pasado nada”, y que muy pronto podría ver a la niña. Pero mi hermana Carmen –que es médico- y yo salíamos corriendo hasta el hospital de Basurto, pues hasta allí nos habían dicho que llevaban a la niña. Yo ya me estaba haciendo a la idea de que mi hija no había sobrevivido al parto, y le confesaba a Carmen, sentado ante una jardinera del establecimiento hospitalario, a la espera de alguna información sobre la niña que, al fin y al cabo, “con todos los problemas que tiene hoy en día la crianza y la educación de los hijos, cualquiera sabía si no era mejor así”. Pero no la habían llevado a Basurto, sino a Cruces. Así que Carmen y yo salíamos precipitadamente hasta este otro hospital. Afortunadamente Vizcaya es una provincia de densa población y comunicaciones relativamente fáciles, de modo que llegábamos muy pronto allí. Pero no la vimos en ese momento. Sólo creo que pude hablar con uno de los médicos del equipo. Y en esos momentos de confusión prácticamente nadie quería decir nada. La niña había sido trasladada desde una clínica privada –en realidad un establecimiento diferente al que nos encontrábamos- y ellos parecían no querer asumir ninguna responsabilidad por un hecho en el que no habían intervenido y aún no se explicaban muy bien. Recuerdo que recibí estas explicaciones –en el caso de que así se le puedan calificar- en medio de mi aturdimiento general. Yo tampoco estaba responsabilizando a nadie de nada. Poco tiempo después, mi valoración respecto del equipo médico, de enfermería y de servicios generales de Cruces se acrecía de forma que ya hoy no creo que pueda resultar superado en cuanto a calidad profesional y humana por ningún otro. Pero no adelantemos acontecimientos.

lunes, 23 de abril de 2012

Intercambio de solsticios (350)

Sobre las cinco y cinco de la madrugada, Francisco de Vicente guiaba su magnífico automóvil por entre las callejuelas vecinas a las principales arterias de Madrid. El responsable de Sanidad de la Junta de Chamberí conducía de manera brusca, dispuesto a llevarse por delante a cualquier malhechor que se cruzase por su camino. - ¿Se puede fumar? –preguntó Vic. - Se lo preguntas a un médico –repuso De Vicente-, pero no te preocupes. Creo que hay cosas peores en los tiempos que estamos viviendo. El doctor era hombre parco en palabras, lo que denotaba la mitad de su ascendencia, vasca. De modo que Vic no debería soportar un discurso filosófico sobre las paradojas que estaban acaeciendo en aquel sombrío año de 2.013. - La verdad es que no es posible relajarse –afirmó Vic, más por iniciar un atisbo de conversación que por otra cosa. - Esta noche en especial –confirmó De Vicente. - ¿Cómo van las cosas por Chamberí. - Revueltas. - ¿Revueltas? - Hay un pastel en el despacho de Cristino. Un tío de los de aquí que quería cepillárselo. - ¿A Romerales? –preguntaba Suarez fijando su mirada en el primo de su marido, quien asintió. - ¿Y allí vamos? - No te preocupes. En cuanto nos pongamos en la embajada, llamo a Cristino para que me diga si ese es un lugar seguro. - ¿Y por qué no ahora? - No estoy seguro de que nos puedan captar el mensaje esos tipos… - Pues llevamos toda la noche hablando por el “walkie” y parece que no ha pasado nada por ese motivo… Además que… - Yo no me fío. - Además que el propio Cristino decía que era una comunicación segura. Francisco de Vicente permaneció en silencio. Estaba claro que no se trataba de una persona con hábito de negociar. Vic Suarez tuvo la sensación de que la trataba como a una paciente más: tómese esta pastilla, opérese ya mismo… Hacía un rato que habían enfilado por la calle de Serrano y muy pronto llegarían al primero de sus destinos. El viejo barrio residencial y privilegiado de El Viso no era sino un monumento al más desolador de los silencios. Muchos de sus antiguos moradores –bien que lo sabían los tres ocupantes de aquel automóvil- habían abandonado sus chalés y habían emigrado hacia zonas aparentemente más seguras, hacia sus fincas rurales o sus segundas viviendas; allá donde aún se podía obtener el doble confort que los nuevos tiempos les negaban: la seguridad y la comida. Ante ellos se alzó, imponente una barricada, levantada hacía apenas quince minutos. - ¡Joder! –exclamó Francisco de Vicente-. ¡Esto no me lo esperaba!

viernes, 20 de abril de 2012

Intercambio de solsticios (349)

- Pues bien. En uno de los correos que había enviado Leonardo al conjunto de sus hermanos, ya te he contado que aquel había sugerido que su hermana Eugenia, que apenas recibía ingresos, podía cambiar su aportación por la eliminación del salario de la cuidadora nocturna…
- Lo recuerdo –asintió Brassens.
- Eugenia se enfadó muchísimo. Se encerró con su hermano Gonzalo para redactar una contestación…
- ¡La mosquita muerta! –exclamó Brassens-. Sí, ya lo recuerdo. ¿Y contestó algo a su hermana? –preguntó Brassens.
- Sí. Que en cuanto tuviera tiempo y, en todo caso, antes del verano siguiente, desmontaría su despacho y dejaría libre esa habitación.
- ¿Y lo hizo así?
- Así lo hizo, en efecto. Ese día no había nadie en la casa, estaban todos de vacaciones, en Menorca o en otros lugares… así que la operación fue muy sencilla para él.
- Y aquí se acaba la historia…
- No. Tenemos que mover un momento la moviola –dijo equis.
- Pues ya me dirás.
- La señora de Jiménez cumplía los 90 años en ese 2.010 y los hermanos le organizaban una comida. Comida que, naturalmente, pagarían ellos.
- Ya. Lo decían en los correos…
- El caso era que Leonardo había dicho a su hermana Eugenia que a él y a su mujer les venía mejor el fin de semana próximo al cumpleaños, pero el caso era que ese no le convenía a Santiago…
- ¿Y qué hizo Eugenia?
- Pasar olímpicamente –contestó equis-. Mantuvo la fiesta el día que venía bien a Santiago.
- ¿Y qué hizo Leonardo?
- Aparecer finalmente en la fiesta, aunque con una cara de circunstancias. Días después, su mujer escribía una carta a Carmen y a Eugenia Jiménez. En ella empezaba diciendo que, en primer lugar, quería decir que resultó estupendo ver a vuestra madre tan feliz, rodeada de todos sus hijos en el día de la celebración de su 90º cumpleaños, a pesar de todos los obstáculos e inconvenientes que, como bien sabían ellas mismas, se produjeron en relación a ese tema; suponiendo (al menos para Leonardo y para ella) un gran esfuerzo mental, físico e incluso de organización del tiempo. No obstante, añadía, mereció la pena dado que la idea era que su madre pudiese disfrutar de todos sus hijos en un día tan señalado.
- Empezaba bien –comentó Brassens.
- Y seguía, en segundo lugar, diciendo que le gustaría indicar que desde hacía dos años en general, y desde hacía algo más de 20 días en particular, todo lo que le hicieran a Leonardo es como si se lo hicieran a ella. Y él, Leonardo, dado que es un señor, ante las adversisdades y las zancadillas levanta una ceja muy elegantemente. Pero les decía que ella no era así, que era mucho más visceral y que seguramente su respuesta ante una mala actuación sería mucho más dura y contundente. Conmigo habéis pinchado en hueso, decía.

jueves, 19 de abril de 2012

Intercambio de solsticios (348)

Lorsen me habla con aproximaciones e indirectas en relación con el asunto que me quiere referir, y eso que mi mujer es una chica a la que le gustan las cosas claras. Por eso me doy cuenta de que me quiere contar algo que muy probablemente no me gusta.
... Me quería explicar no sé qué historia sobre un cura. ¿No lo decía yo?
No, no es que a mí me parezcan mal los curas. Ni mal, ni bien. Pero tampoco me parecen excesivamente imprescindibles a mi –lo reconozco- peculiar concepción religiosa, por la que en el caso de que Dios existiera no pretendería, para darse a conocer, un instrumento como el formado por la grey de tantos curas y monjas como existen por esos mundos de... quien sea.
Y yo no sé quién es ese sacerdote del que me quiere hablar Lorsen. Por eso no es posible que le tenga manía alguna, por lo menos aún. Pero, según va ella desenvolviendo su historia yo contraigo el gesto a la vez que procuro evitar una mala expresión. Quizá se me quede de esa manera una cara de tonto, pero ese es corto precio a pagar, si acaso, por asunto tan complicado.
Se trata, por supuesto, de Pilar. Su madre se está entrevistando con el cura que tiene a su cargo el cuidado de los enfermos del hospital de Cruces . Debe ser un hombre bastante atareado, pues se ocupa teóricamente de cientos de camas -¿400?
Lorsen reconduce, como hace siempre, los asuntos que ella intuye complicados a las siempre más sencillas relaciones personales. “Es muy majo”, asegura. Es una forma que utiliza para alejar, de una forma siquiera provisional, mis sospechas.
“No sé si se tratará de una persona agradable –pienso para mí, con la seguridad de no hacer partícipe a mi mujer de mis enrevesadas opiniones respecto del clero-. ¡Pero afortunadamente que no se trata de una monja! La discusión con un cura resulta por lo menos factible: al fin y al cabo, por muy superior que se sienta, dado que se ve ungido por ciertas cualidadaes para-divinas, se trata de un hombre, y la misma condición une más que separa, permite una cierta complicidad en el debate, un momento en que al menos la tierra de nadie en la discusión sitúa muchas veces el combate dialéctico en un resultado de empate estricto. Las monjas son diferentes: son esposas de Dios y mandan, por lo tanto, en Dios y, por extensión, en nosotros. No es que sufran de complejo de superioridad, es que son superiores Y te hablan con tal distancia respecto de tus sentimientos más comunes con la displicencia de quien ya lo ha resuelto todo: Haga lo que haga en lo que le quede de entregada vida, ella ya ha ganado el cielo. En cambio tú, ¡pobre imbécil!, estás penando en este “valle de lágrimas” sin saber muy bien todavía qué será de tus huesecillos cuando te llegue la hora, más allá de la probable incineración, que es una medida higiénica para los despojos, que no se ven entonces obligados a reposar, ora en el nicho o panteón familiar –según las posibilidades económicas del finado-, ora en la más triste fosa común, tibias y peronés machacados para que admitan acomodo a otros eventuales inquilinos; resulta cómoda para los deudos, que no se ven obligados a visitarte los unos de noviembre y a gastar para ello cantidades exorbitantes en inútiles ramos de flores -¿de qué le sirve una flor a un muerto? ¡si por lo menos se tratara de una chica guapa!- y se trata finalmente de una medida –la incineración- que permite una ocupación más racional del espacio, de forma que sean los vivos quienes acampen y pastoreen en los predios que para ellos se han creado.
“Es majo”, insiste Lorsen mientras que yo procuro despejar de mi obtusa mente consideraciones tan poco divertidas. “Ya le he dicho que tú eres un tanto agnóstico” -¡Claro! ¡En algo tenía que quedar mi pasado de ‘rojeras’ ! “Pero yo le he dicho que quiero que la niña haga la primera comunión”, termina ella.
¡Así que eso era ello!
Lorsen estaba persiguiendo desde hacía tiempo algún catequista para Pilar. Y el caso es que no lo encontraba. Tampoco es que nuestra hija sea una niña demasiado religiosa. Por suerte que su madre no me responsabiliza de ello, más bien piensa que son las enfermeras las culpables de que las cosas ocurran de ese modo. Y es que existe en esa profesión –siempre según mi mujer- un exceso, no ya de agnosticisimo, sino de ateísmo. Yo más bien creo que unas mujeres entregadas, como son las trabajadores de la sanidad, y especialmente las que desarrollan su labor en las unidades de vigilancia intensiva. Sujetas al dramático vaivén de los enfermos que entran y que salen, y que muchas veces se van de verdad. Y más concretamente las enfermeras de las ucis de niños, en las que un mal accidente o una rara enfermedad apean a sus víctimas de la posibilidad que otros hemos tenido, a pesar de los pesares, de vivir su propia, juventud, de madurar, de llegar ¡ay! a viejos. ¿Y dónde está ese Dios misericordioso en eso horrorosos momentos en que un niño exhala su último aliento? ¿Esos días en que a Pilar le ponen un biombo al lado de su cama para que haga lo que decía Miguel Hernández, en sus “Nanas de la cebolla”?:

“No sepas lo que pasa,
ni lo que ocurre.
¡Ríete niña,
que te traigo la luna,
cuando es preciso!”.

¿Díganme ustedes? ¿Dónde se encuentra? Y las enfermeras y las doctoras se hacen todos esos días esa misma pregunta, hasta que les llega el momento en que tienen la respuesta muy clara: No está, no aparece por ninguna parte. Porque no levanta su Poderosa Mano para impedir el mal, ese mal, tantos otros males. Se hacen agnósticas, como muchos otros. Ya la cosa del ateísmo no está de moda. Nadie se molesta en culpar a la nada por el mal. Es mejor que trabajemos por mejorar el mundo –o empeorarlo, que es lo que parece hacemos con mayor destreza- nosotros mismos.
Y “ese-cura-majo” se va detrás de los detalles prácticos, que es lo que les pasa a muchos de ellos, a quienes el contenido de las cosas cede ante la necesidad de su materialización práctica. “Se le puede meter un poco de vino consagrado por el tubo en que le introducen la comida”, afirma una vez que ha visto a la niña. Porque Pilar no come como casi todas las personas. Como tiene una traqueotomía , que le practicaron para poder introducir el respirador por el cuello y no por la boca, luego tuvieron que hacerle otra incisión en el estómago, por la que pudiera ella omer las papillas y los jugos de frutas que por ahí le administran.
Escucho atentamente a mi mujer y le digo que no me opongo a eso. Lorsen respira hondo, aunque en su fuero interno sabe muy bien que conmigo no hay problema.. Y es que la educación, la religiosa y la otra, de Pilar, es un espacio que tengo cedido a mi mujer. Un espacio difícil, además, en el caso de una niña como nuestra hija, Pilar, con la que nunca sabes a ciencia cierta lo que va a ocurrir el día de mañana, el mes que viene... Difícil, también, por los medios –siempre escasos- con que cuenta un hospital para formar a unas personitas con muy poca voluntad de persistencia en semejantes recintos: educaciones para no perder comba, formación de pasatiempo sin pruebas, sin exámenes...

miércoles, 18 de abril de 2012

Intercambio de solsticios (347)

“No. Si en este tiempo de mierda no hay nada serio”, pensó Cristino Romerales después de consultar el reloj. Sus manecillas marcaban ya las cinco y no había aún rastro de Corted ni de su gente.
Pero surgía de la estrecha escalera un ahogado ruido de pasos.
Segundos después, una enérgica llamada formada de golpes sobre la puerta de su despacho no pudo sino sobresaltar su atención, pese a la expectación, el Consejero de Interior de Chamberí estaba prácticamente derrotado por el cansancio.
Se abrió la puerta y por ella entraría el antiguo coronel del CESID. Vestía un impecable uniforme militar de combate, de su pecho colgaba una canana repleta de balas, de su brazo emergía el reluciente cañón de un Kalashnikov que nadie sabría muy bien de qué manera había pasado a formar parte de sus efectivos y… “¡qué más daba!”, se dijo para sí Romerales, en tanto que su gesto denotaba la doble o triple sorpresa.
- Son las cinco menos segundos y aquí estamos –declaró Corted enseñándole su reloj.
- Yo tenía las cinco y cinco, pero me da igual –respondió Cristino.
Damián haría un gesto d negación con la cabeza. Pero el responsable político prefería no darle pie a que continuara por aquel registro.
- Está bien. Pasad todos, por favor.
En “tiempos normales” –que decía Ramón Rubial, cuando se refería a la Monarquía restauracionista y a la República y que ahora, en ese lamentable 2.013, equivalía a los más de 30 años de democracia- el grupo que emergía como de uno de esos días del pasado “smog” madrileño, podría haber sido considerado como el “Ejército de Pancho Villa”, pero nada podía ser despreciado dados la atribulada situación en que estaban viviendo.
El primero en aparecer era un trasunto de Sancho Panza, que contaría a la sazón sus buenos sesenta años. Vivaz y ágil, aunque presionado por el peso de su armamento: un fusil de caza que le había ofrecido muy buenas jornadas en la citrería menor; más válido, por lo tanto, para atrapar conejos que para ahuyentar forajidos.
- Soy José Ladrón de Ajanguiz –dijo el breve sujeto como presentación, antes de extender su mano hacia la de Romerales, quien la estrechó no sin algún recelo.
Ladrón de Ajanguiz se situaría en un rincón del ya poblado despacho –a Romerales y Corted se les sumaban Caldera y el cadáver del otro topo.
Un segundo sujeto hacía su entrada. Un barbado joven de unos treinta y cinco. No tenía este –tampoco el anterior, desde luego- el aspecto militar.más bien el de un muchacho progre, sacado de las Universidades de los años sesenta y trasplantado gracias a una especie de túnel del tiempo hasta nuestros días.
- Yo soy Jaime López, pero me puedes llamar Jalo –declaró.
El tal Jalo vestía un uniforme indefinible, formado de retales que parecían obtenidos en el madrileño Rastro o entregados por el Ejército de Salvación en cualquiera de sus versiones españolas –la Cruz Roja, la parroquia de turno o la Orden de Malta, por poner sólo algunos ejemplos-. Su armamento era, sin embargo, más sofisticado: la ametralladora que colgaba de su hombro parecía un eficaz instrumento de matar.

martes, 17 de abril de 2012

Intercambio de solsticios (346)

- ¿Eso decía Alberto? ¿Qué se había esfumado la herencia de su tío? –preguntó, asombrado, Jorge Brassens.
- Eso decía.
- No decía nada de a falta de valor de los hermanos por proteger los intereses de su madre o sus propios intereses…
- Nada. Ahí terminaba el correo. Y la serie de comunicaciones se detenía durante algún tiempo –continuaba equis-. Más tarde, Raúl volvió a la casa de su madre y aprovechó para hablar con sus hermanos: las cosas estaban muy tranquilas por allí. Nadie consideraba que hubiera algo más que hacer. Además, según advirtió Raúl, ni Gonzalo ni Eugenia tenían margen de maniobra para pagar más, y el resto no parecía demasiado dispuesto a hacerlo.
- Pero todavía queda algo más. Lo estoy leyendo en tus ojos –dijo Brassens después de dibujar una significativa sonrisa en su cara.
- Bien –dijo equis esbozando otra sonrisa algo más malévola-. Estábamos en que la familia Jiménez se había quedado bastante tranquila con la venta de la casa de su madre… pero, como tú decías muy bien, aquí no acaba la historia.
- Te sigo –dijo Brassens.
- La situación era que ya a la madre sólo le quedaban dos pisos: en uno vivía; el otro, un apartamento en el barrio de Salamanca de Madrid, que lo tenía alquilado…
- Bien.
- Pues ocurrió que el inquilino de Madrid hizo una oferta para comprar el apartamento – explicó equis.
- ¿Qué dijo entonces la familia? –preguntaría Brassens.
- Bueno. No hizo demasiada falta que se pronunciara la familia –contestó equis-: el menor de los hermanos escribió un correo de esos que podemos llamar terminantes. Consideraba que no era el momento de vender, que el mercado inmobiliario estaba muy bajo en España y que habría que esperar a que remontara, porque se trataba de un apartamento muy bien situado.
- A lo mejor no le faltaba razón… -avanzó Brassens.
- No le faltaba su razón –contestó equis subrayando el término posesivo-. Pero seguiremos con eso. Lo cierto es que el resto de los hermanos aceptaron como bueno el correo del de menor edad.
- Claro. Tú lo decías: se habían quedado muy tranquilos.
- Pero luego el asunto tendría otra derivada –aseguró equis-. Pero volvamos al correo anterior, el de Leonardo Jiménez.
- Bueno. Según me decías había poca cosa: nadie había contestado a ese correo –afirmó Brassens.
- Pero había más. Y perdona que te estoy liando con la explicación de la historia –equis.
- Un poco, sí –respondió Brassens con una sonrisa.
- Bien. En su correo, Leonardo expresaba su insatisfacción por la forma en que se hacían las cosas en su familia. Se planteaban reuniones que no se celebraban porque no convenían a algunos, las decisiones se adoptaban por una minoría de hermanos, especialmente por Carmen y Eugenia… en definitiva, que estaba muy descontento. El caso es que Leonardo Jiménez había decidido que él no participaría de una operación permanente de mala gestión del patrimonio de su madre realizada por sus hijos, sus hermanos. Y que en adelante él no se beneficiaría de ningún servicio procedente de la economía de su madre –explicó equis-. Creo que incluso dijo a su mujer que ni siquiera tomaría un vaso de agua en esa casa… Y dijo otra cosa más –continuaría equis-. Permíteme otra vuelta a la moviola…
- Bueno.

lunes, 16 de abril de 2012

Inetrcambio de solsticios (345)

A Pilar le han puesto hoy un vestido de tonalidad verde pálido. Su ropa tiene siempre las mismas características: De una sola pieza, sin mangas y abierta por detrás. Se trata de una indumentaria de apariencia, nada más que lo que se puede simplemente advertir, porque su espalda desnuda reposa habitualmente sobre una sábana recogida encima de la silla ortopédica o la cama. Podría decirse que para ella la ropa es superflua, en el hospital siempre hace calor. Pero es mejor que nadie se lo diga: Pilar es una niña muy presumida y le gusta mudar de atuendo todos los días. Además que Gaspar, su abuelo, no quiere verla desnuda: “Ya es una mujer”, afirma. Así que las enfermeras se afanan en ponerle todas las mañanas un vestido diferente y limpio, para que el “oppa” no tuerza el gesto.
Es el día de su santo, un 12 de octubre cualquiera. Junto a su cama, las enfermeras han colgado un folio de papel con sus firmas de felicitación, a los que sus padres añadimos las nuestras (Lorsen, mi mujer, dibuja cinco corazones y los pinta de un rojo intenso). Le habíamos prometido un “compact”, pero se nos ha olvidado en casa. “Te lo traemos pasado mañana”, le aseguramos. Pero Pilar no está dispuesta a eso. A su madre se le ocurre decir que si quiere puede volver a por el disco. ¡Nunca se le hubiera pasado por la cabeza semejante idea!, porque la niña no está dispuesta a que pase ese día sin su regalo.
Lorsen sale de la UCI a por esa grabación, que es de otra niña de unos diez años, Melody, creo, que canta una canción sobre los gorilas.
Pilar está de nones: No quiere escuchar por más tiempo la música que está sonando en el aparato, no le gusta ninguna otra de las que tiene encima del respirador, no quiere que le retire esos adornos que se le clavan al pelo y que le resultan tan incómodos, no quiere que le cuente cómo fue la presentación de mi libro en Madrid, no quiere que haga nada. Quizás sólo le gustaría que le leyera el pasaje en que le dirijo una carta imaginaria a ella misma, pero no tengo ningún ejemplar a mano y reconozco que me daría muchísima vergüenza.
Le pregunto si tiene mocos y ella hace que sí con la cabeza. Llamo a una enfermera para que le aspire sus secreciones (Pilar no puede hacerlo con facilidad, el respirador, insertado sobre su garganta, le impide toser). Para ello debe introducir una cánula en el cuello, una vez retirado por un momento el tubo del respirador. A Pilar le repugna esta maniobra, que sin embargo debe repetirse varias veces al día, pero la consiente porque le alivia de sus sensaciones de ahogo. Yo no puedo mirar hacia ella en esos momentos, porque advierto entonces sus gestos de incomodidad, cercanos al dolor.
Ha pasado un buen rato antes de que llegue su madre. Lleva en una mano el dichoso “compact” y en la otra unos pasteles para las enfermeras. Ponemos el disco y hacemos el orangután -nunca mejor dicho- a los sones de la canción. Pilar sonríe. Como a su madre, a ella le divierten ese tipo de astracanadas.
Cuando ha terminado esa canción, Pilar ya no quiere escuchar ninguna más. Tampoco acepta que le demos de comer.
Lorsen y yo nos miramos, y en un vistazo rápido nos lo decimos todo: “Pilar tiene catorce años. Está en la edad del pavo”.

jueves, 12 de abril de 2012

Intercambio de solsticios (344)

Las puertas de los despachos de la estación de Chamartín se cerraban y entrechocaban con un estrépito que dominaba aquella madrugada.
Leoncio Cardidal depositó su “gin tonic” sobre la barra del bar y apartó suavemente a la negraza semidesnuda que se pegaba a su organismo, extenuado ya a causa de las emociones del día.
Consultó su reloj. Las cinco menos veinte.
- ¡Dejadme un momento! –pidió.
- ¿Vas a volver, cariño?
- No lo sé –balbució el consejero a la vez que conducía sus torpes pasos hacia la salida de la antigua sala “VIP” de la estación.
Las botas de goma de los agentes policiales del distrito se pegaban al sucio y húmedo suelo y, cuando se levantaban del mismo, producían el ruido de una ventosa cuando se desprende del objeto en el que se aplica.
Cardidal se asomó a la puerta de la sala. Una decena de hombres salían con más ánimo que pericia de la estación. Junto a la puerta de su despacho, Juan Carlos Sotomenor observaba su partida.
- ¿A dónde van? –le espetó Cardidal con una voz que denotaba su ebriedad.
- Adonde a ti no te importa –contestó su viceconsejero.
- Ten cuidado, Juan Carlos. Sabes que todavía soy tu superior.
El aludido recapacitó unos segundos. El tiempo suficiente para meditar su respuesta.
- Van a por Romerales –le informó.
- ¿Qué ha pasado?
- Tenemos la sensación de que se ha cargado a uno de los nuestros… -resumía Sotomenor.
- No entiendo nada –musitó Cardidal.
- Luego te lo explico. Ahora déjame que les dé las últimas instrucciones.
Los efectivos restantes de la policía de Chamartín salieron del edificio de la estación y subieron a los todo-terrenos estacionados en la antigua zona de recogida de viajeros por los taxis.
Conectaron los motores de los tres vehículos que constituirían la expedición. De uno de ellos surgía un sonido de ahogo. Una voz procedente del habitáculo dijo:
- No tenemos gasolina, jefe.
Juan Carlos Sotomenor hizo un gesto de contrariedad y dirigió su mirada hacia la gasolinera: sus luces estaban apagadas.
- Y no se puede repostar, por lo visto –se dijo, casi para su coleto.
La misma voz de antes pidió instrucciones.
- ¿Qué hacemos, jefe?
- ¡Coged mi coche! –exclamó Sotomenor arrojando las llaves al interior del vehículo que se negaba a arrancar.
Se trataba de un inmaculado Porsche Carrera negro, en cuyo reducido espacio se alojarían los tres contrariados ocupantes del 4X4: sus voluminosos organismos deberían viajar prácticamente embutidos en el deportivo.

miércoles, 11 de abril de 2012

Intercambio de solsticios (343)

- Y Alberto seguía diciendo que la venta del piso de la localidad contigua a Valladolid, y la posterior del apartamento del Barrio de Salamanca, en Madrid, solucionarían el problema a corto y medio plazo, pero que resultaban insuficientes como única medida.
- Un punto de vista diferente al de Santiago –repuso Brassens.
- Sí –concedió equis-. Efectivamente, continuaría Alberto, si hay descompensación entre ingresos y gastos no hay otra que aumentar ingresos y/o reducir gastos, pero previamente hay que saber los datos exactos del problema.
- ¿Era ingeniero, Alberto?
- Sí –dijo equis.
- Se nota. Pero perdona, continúa.
- Como primera medida, Alberto proponía ocuparse de controlar el estado de ingresos y gastos de su madre con una hoja de cálculo, sin importunarla, sólo “grosso modo”, pero para saber a qué se enfrentaban exactamente. Gonzalo, seguía diciendo Alberto, no puede asumir el cien por cien de la carga de los estados financieros de su madre, así que él mismo se ofrecía voluntario.
- Bueno. No dejaba de ser correcto lo que proponía.
- Desde luego –dijo equis-. Si es que parecía que la cosa había adquirido unas proporciones estratosféricas. Pero Alberto seguía diciendo que, en cuanto a aumentar los ingresos, creía que una propuesta realista inicial podría ser que los que vivían en Valladolid pusieran una cantidad y los que no otra, con un reparto del tipo que indicaba a continuación.
- A ver…
- Gonzalo asumiría 200€ mensuales, Eugenia podía pensar en 300 y él mismo, Alberto, asumiría la suma de ambos, es decir 500. los cinco hermanos restantes, a razón de 100€ cada uno, daría un total de 1.500, que es el sueldo de la cuidadora nocturna con seguros sociales.
- Era una propuesta práctica –dijo Brassens.
- En efecto. Pero segía Alberto con que, en cuanto a reducir gastos, a fecha de hoy él no despediría a la cocinera, y no por el costo de la misma, sino por el facto sicológico de su madre. Él proponía trabajar el asunto con sumo cuidado y ver cómo respiraba su madre, aunque no lo veía fácil de forma inmediata.
- Ya estaban con la sicología de la gente mayor. ¡si está visto que soportan mucho más que la gente joven!
- Pero no lo veían así. Otra forma de reducir gastos iba por el lado de los extraordinarios, como podía ser la boda de Leonardo, el 90 cumpleaños de su madre, las vacaciones… Que esos gastos los podían asumir los que viajaran con ella, o todos, en lo que al “cumple” se refería.
- Las vacaciones no sé, pero lo demás me suena al chocolate del loro…
- Sí. Para Alberto, de ese modo se retrasaría la venta del apartamento en el Barrio de Salamanca hasta más allá de lo que resultaría de no tomar medidas. Alberto confesaba que pensaba que todo eso no iba a resultar necesario, porque en unos pocos añós llegaría una herencia importante de su tío Juan Carlos. Esa oportunidad, a juicio de Alberto, se había esfumado y había que contar exclusivamente con los medios propios.

martes, 10 de abril de 2012

Intercambio de solsticios (342)

Madrid, 26 y 27 de Noviembre de 2.007

Querida Lorsen,

Te puedes imaginar que esta carta tiene que ver con tu quinto aniversario, y es que cada vez que el cabo del año se acerca al 27 de este mes me asalta la tristeza por tu ausencia y se me puebla el alma con los recuerdos de tus durísimos últimos meses de vida; tan poco vitales, tan cercanos a tu muerte.
Hoy, 27, en que precisamente visitaba a Alejandro Aznar, que me daba recuerdos de Mónica, que decía llevar puesto el pañuelo que un día fue tuyo y que yo le regalé para que lo llevara como recuerdo.
Pero esta carta tiene que ver también con el paso a mi nueva situación política, que ya te comentaba en mi anterior escrito. Creo que el balance ha sido positivo: los amigos siguen estando ahí y los enemigos se han quedado más que felices con mi salida. La Junta Local de Getxo escuchó mis palabras -en las que, como era de esperar fuiste citada- y Marisa me invitaba a cenar a cntinuación. Mi rueda de prensa y posterior abandono del escaño en el Parlamento también resultaría correcta. Me despedí de las "secres" y Blanca -con cierta dosis de sectarismo- me dijo que estaba volviendo a mis orígenes, le dije que yo seguiría siendo el liberal que había sido hasta entonces. Me despedí también de la presidenta del Parlamento, que estuvo moy afectuosa. Por cierto, la semana anterior al puente hice lo mismo con Josu Jon Imaz que, semi batido por el sector Ibarretxe-Egibar, ha renunciado a la reelección como presidente del PNV y se va a Boston hasta junio del año que viene.
Después de semanas pasadas por la angustia y el ardor de estómago, días de insomnio y Almax, he recuperado la serenidad. Pero estos días regresa a mí ese recuerdo cargado de inútiles preguntas acerca de si la felicidad que la vida nos ha negado hubiera sido posible después de todo. Pero estoy seguro de que, una vez pasada esta fecha, el puente de la Constitución y las horribles Navidades, las aguas volverán a su cauce.

Un beso, guapa.