lunes, 16 de abril de 2012

Inetrcambio de solsticios (345)

A Pilar le han puesto hoy un vestido de tonalidad verde pálido. Su ropa tiene siempre las mismas características: De una sola pieza, sin mangas y abierta por detrás. Se trata de una indumentaria de apariencia, nada más que lo que se puede simplemente advertir, porque su espalda desnuda reposa habitualmente sobre una sábana recogida encima de la silla ortopédica o la cama. Podría decirse que para ella la ropa es superflua, en el hospital siempre hace calor. Pero es mejor que nadie se lo diga: Pilar es una niña muy presumida y le gusta mudar de atuendo todos los días. Además que Gaspar, su abuelo, no quiere verla desnuda: “Ya es una mujer”, afirma. Así que las enfermeras se afanan en ponerle todas las mañanas un vestido diferente y limpio, para que el “oppa” no tuerza el gesto.
Es el día de su santo, un 12 de octubre cualquiera. Junto a su cama, las enfermeras han colgado un folio de papel con sus firmas de felicitación, a los que sus padres añadimos las nuestras (Lorsen, mi mujer, dibuja cinco corazones y los pinta de un rojo intenso). Le habíamos prometido un “compact”, pero se nos ha olvidado en casa. “Te lo traemos pasado mañana”, le aseguramos. Pero Pilar no está dispuesta a eso. A su madre se le ocurre decir que si quiere puede volver a por el disco. ¡Nunca se le hubiera pasado por la cabeza semejante idea!, porque la niña no está dispuesta a que pase ese día sin su regalo.
Lorsen sale de la UCI a por esa grabación, que es de otra niña de unos diez años, Melody, creo, que canta una canción sobre los gorilas.
Pilar está de nones: No quiere escuchar por más tiempo la música que está sonando en el aparato, no le gusta ninguna otra de las que tiene encima del respirador, no quiere que le retire esos adornos que se le clavan al pelo y que le resultan tan incómodos, no quiere que le cuente cómo fue la presentación de mi libro en Madrid, no quiere que haga nada. Quizás sólo le gustaría que le leyera el pasaje en que le dirijo una carta imaginaria a ella misma, pero no tengo ningún ejemplar a mano y reconozco que me daría muchísima vergüenza.
Le pregunto si tiene mocos y ella hace que sí con la cabeza. Llamo a una enfermera para que le aspire sus secreciones (Pilar no puede hacerlo con facilidad, el respirador, insertado sobre su garganta, le impide toser). Para ello debe introducir una cánula en el cuello, una vez retirado por un momento el tubo del respirador. A Pilar le repugna esta maniobra, que sin embargo debe repetirse varias veces al día, pero la consiente porque le alivia de sus sensaciones de ahogo. Yo no puedo mirar hacia ella en esos momentos, porque advierto entonces sus gestos de incomodidad, cercanos al dolor.
Ha pasado un buen rato antes de que llegue su madre. Lleva en una mano el dichoso “compact” y en la otra unos pasteles para las enfermeras. Ponemos el disco y hacemos el orangután -nunca mejor dicho- a los sones de la canción. Pilar sonríe. Como a su madre, a ella le divierten ese tipo de astracanadas.
Cuando ha terminado esa canción, Pilar ya no quiere escuchar ninguna más. Tampoco acepta que le demos de comer.
Lorsen y yo nos miramos, y en un vistazo rápido nos lo decimos todo: “Pilar tiene catorce años. Está en la edad del pavo”.

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