lunes, 23 de abril de 2012

Intercambio de solsticios (350)

Sobre las cinco y cinco de la madrugada, Francisco de Vicente guiaba su magnífico automóvil por entre las callejuelas vecinas a las principales arterias de Madrid. El responsable de Sanidad de la Junta de Chamberí conducía de manera brusca, dispuesto a llevarse por delante a cualquier malhechor que se cruzase por su camino. - ¿Se puede fumar? –preguntó Vic. - Se lo preguntas a un médico –repuso De Vicente-, pero no te preocupes. Creo que hay cosas peores en los tiempos que estamos viviendo. El doctor era hombre parco en palabras, lo que denotaba la mitad de su ascendencia, vasca. De modo que Vic no debería soportar un discurso filosófico sobre las paradojas que estaban acaeciendo en aquel sombrío año de 2.013. - La verdad es que no es posible relajarse –afirmó Vic, más por iniciar un atisbo de conversación que por otra cosa. - Esta noche en especial –confirmó De Vicente. - ¿Cómo van las cosas por Chamberí. - Revueltas. - ¿Revueltas? - Hay un pastel en el despacho de Cristino. Un tío de los de aquí que quería cepillárselo. - ¿A Romerales? –preguntaba Suarez fijando su mirada en el primo de su marido, quien asintió. - ¿Y allí vamos? - No te preocupes. En cuanto nos pongamos en la embajada, llamo a Cristino para que me diga si ese es un lugar seguro. - ¿Y por qué no ahora? - No estoy seguro de que nos puedan captar el mensaje esos tipos… - Pues llevamos toda la noche hablando por el “walkie” y parece que no ha pasado nada por ese motivo… Además que… - Yo no me fío. - Además que el propio Cristino decía que era una comunicación segura. Francisco de Vicente permaneció en silencio. Estaba claro que no se trataba de una persona con hábito de negociar. Vic Suarez tuvo la sensación de que la trataba como a una paciente más: tómese esta pastilla, opérese ya mismo… Hacía un rato que habían enfilado por la calle de Serrano y muy pronto llegarían al primero de sus destinos. El viejo barrio residencial y privilegiado de El Viso no era sino un monumento al más desolador de los silencios. Muchos de sus antiguos moradores –bien que lo sabían los tres ocupantes de aquel automóvil- habían abandonado sus chalés y habían emigrado hacia zonas aparentemente más seguras, hacia sus fincas rurales o sus segundas viviendas; allá donde aún se podía obtener el doble confort que los nuevos tiempos les negaban: la seguridad y la comida. Ante ellos se alzó, imponente una barricada, levantada hacía apenas quince minutos. - ¡Joder! –exclamó Francisco de Vicente-. ¡Esto no me lo esperaba!

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