lunes, 21 de mayo de 2012

Intercambio de solsticios (363)

Hoy Pilar me recibe distante, poco cariñosa, como reprochando mi excesivamente espaciada visita. Traigo en mis manos el dibujo que le ha hecho, Gloria Pichiua, su ahijada peruana. Es una campana rodeada de lazos y cuajada de brillantina. Se trata de la felicitación de Navidad, un augurio anticipado en este frío mes de noviembre. Y Pilar es una niña que se aviene mal con las sorpresas. Su gesto hosco torna en un leve ánimo cuando yo empiezo a hablarle de esa pobre niña que vive en el altiplano, a miles de kilómetros de distancia y a quien ella misma facilita su existencia, en su hogar natal, con sus padres y hermanos; una niña que no sufrirá los traumas de la adopción, del cambio familiar, cultural, de referencias... -que gracias a ella no tendrá que llegar a pasar, ¿quizás?, el amargo trago de la muerte prematura, pienso para mí-. Y pronto se cansa de escuchar esa cantilena que esconde los rituales de siempre. “Lo nuestro no es una convivencia, Pilar –le podría decir-. Lo nuestro no es la relación de un padre con su hija. Lo nuestro es una separación forzada; un secuestro; una cárcel para ti, y un destierro para mí, Pilar”. En lugar de eso silencio mi voz que ya no sabe traer acentos quechuas e intento cogerle de la mano, pero Pilar no quiere. Pasan enfermeras y médicos en ese recorrido habitual que ellos tienen y que convierte las visitas a mi hija en una suerte de relación controlada, vigilada, un “régimen abierto” cerrado a la intimidad. Y esa gente que corretea enfundada en sus batas de aquí para allá, le afea su conducta en cuanto la advierte. Y yo no sé que hacer, porque no me gusta tampoco que digan nada a Pilar, por lo mismo que rechazaría que alguien me reprochara algunas cosas, mis ausencias, por ejemplo... Y es que resulta bastante triste, bastante duro no encontrarse ni siquiera con la protección elemental con la que cuentan hasta los humildes caracoles, una cáscara frágil, sí, pero que les protege del frío y de la lluvia. No hay siquiera una opaca campana de cristal entre tú y yo, Pilar, parecida a esa campana de Navidad que te ha dibujado Gloria, y que sería hoy un regalo precioso de Navidad, antes siquiera que haya empezado el adviento. ¡Jesús. Hoy en día hasta funcionan los servicios de correos! Ya ha pasado esa larga media hora que hemos previsto, Pilar y yo, como el espacio convenido de nuestros habituales desencuentros. Miro al reloj que está fijado en la pared de la salida y Pilar me mira a mí, en su silencio permanente porque sabe que me voy y quiere que me vaya. Hoy la despedida son dos besos suyos, y el adiós resulta entonces algo más aceptable que otras veces.

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