miércoles, 20 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (384)

La acaban de meter en la cama y le extraen los mocos. Cuando concluye la operación, me acerco a su cama y le doy un beso. Luego no sabe qué es lo que quiere hacer, así que le enseño alguna foto enmarcada que ella mira con atención –en ese sentido es como su madre, a Lorsen le encantan las fotos-. Luego empieza a protestar. Yo voy al armario y saco cosas : sus útiles de maquillaje , alguna otra foto y un cuaderno en el que escribimos al alimón una carta para mamá con la pluma que me ha traído el Niño Jesús de su parte. Con esta táctica he conseguido mantenerla atenta y con la sonrisa permanente. Yo también me voy contento. ¡El follón que he organizado!, -sin querer, claro, como dicen los niños-. Se trata de la carta que le escribimos ayer, Pilar y yo, a su madre para probar la pluma que me había traído el Niño Jesús de mi hija, Al final de esa carta decía –siempre de acuerdo con Pilar, por supuesto- “que vengas pronto”. Y entonces Lorsen, que no me dice nada, cae en una profunda depresión. Sólo días después, cuando vuelve de su consulta psiquiátrica semanal, me lo reconoce entre gruesos lagrimones. “No te lo tienes que tomar de esa manera”, le digo. “La niña no cree que no tiene madre, y tú tampoco debes pensar que no sirves para nada, para nadie. Lo único que quiere Pilar es que te pongas bien, y entonces verte”. Continúan sus lágrimas, pero son ya unos sollozos más calmados. Está en la cama y la han aspirado. Acepta que le ponga un poco de colonia y le pase el cepillo, así que tengo que quitarle los bigudíes que le ponen en el pelo. Me siento junto a ella y desconectamos el ventilador. La enfermera está un poco decepcionada porque le haya desprendido esos artefactos de su cabeza. Pilar tiene fiebre y necesita que la aspiren otra vez. Mi hija es propensa a encontrarse con temperaturas altas. Creo que tiene que ver con su situación orgánica, aunque no tengo una explicación concreta sobre el particular. Le explico que su abuelo vuelve mañana a Bilbao –ha pasado esa semana de navidades con mis cuñados de Madrid y sus hijos- y que probablemente la visitará pasado. Y que mamá y yo nos vamos de vacaciones mañana, cosa que no le hace ninguna gracia. Ponemos otra vez el ventilador y observo los regalos de su tía Inés. Una magnífica pizarra, con su caballete, en la que hay escrita a mano una felicitación navideña, a un lado y otro de la misma –bilingüe: español y euskera- y una osita de felpa con su osezno en sus brazos. Ahora Pilar quiere comunicarse conmigo. Dice algo así como “ada”, “ata” o “nada”. Pero yo no la entiendo, lo que es un desagradable problema recurrente. Después de mis vacaciones de Navidad Pilar me recibe con una amplia sonrisa. Luego entra Chema, el ertzaina, que tiene muy mala impresión con su hijo. “No tiene solución, por lo visto”, me dice descorazonado en presencia de mi hija. Y yo no sé muy bien si cogerle de un brazo para apartarnos de Pilar y que me siga contando sus cosas. Debe ser muy duro para una niña de 14 años –por más que la costumbre le haya formado una segunda piel- oír hablar de la muerte probable de ese bebé que se agita, acribillado de tubos, apenas a tres metros de ella. Cuando Chema se acerca a la cama de su hijo. Pilar está triste. Yo la distraigo con otros asuntos.

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