miércoles, 27 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (389)

Celestino Romualdez vestía sencillamente, aunque la metralleta que portaba, unida a su breve estatura, amenazaba con desbordar y esconder tanto su fisonomía como a su atuendo. Su pantalón, claro en otros tiempos, derivaba hacia un color marronáceo; sus numerosos lamparones, que se unían a los proyectados sobre su camisa de manga corta de cuadros, permitían a su usuario confundirse con el ambiente general de arenisca que invadía el conjunto del ambiente. Era Romualdez una suerte de guerrillero de los tiempos modernos. Eso si, carente del "glamour" de los que le habían precedido en los mediados años del siglo anterior. "Ni falta que hace" -habría dicho Romualdez de haber conocido este calificativo-. Y es que, como todos los tipos convencidos de su innata capacidad para hacer frente a los,problemas de su tiempo, se consideraba a si mismo como un ser irrepetible: cuando desapareciera se rompería el molde. Otro de los sujetos que procedían de la barricada, que se desplazaba como una especie de orangután, el cuerpo encorvado y el caminar pesado, unidas estas características a un más que considerable tamaño, formularia nuevamente la cuestión: - ¿De qué servicio de Chamartín procedéis? Otra vez el silencio respondía a la pregunta. - Da igual -observó Romualdez-. Estos vienen de interior, su jefe es Sotomenor. - Ya -contestaba el otro homínido. - Lo que conviene conocer más bien no es de dónde vienen. Sino a dónde van -declaró Romualdez. - Pero no dicen ni pío. - Solo hay una forma de saberlo -dijo ahora el jefe, introduciendo su ametralladora en el habitáculo del Lada Niva y apoyando el cañón de su arma en la cabeza del conductor del vehículo. - ¿Adónde ibais? El conductor debió apercibirse de la urgencia de la petición. ¿Quizás el había sentido el frío del arma que portaba Romualdez? Balbuciente, pudo murmurar: - Íbamos a Chamberí. - ¿A qué hacer? Pero el conductor se desvanecía ya. Romualdez disparó sobre la cabeza del miembro de la policía de Chamartín, cuyo organismo se agitaría como el de un pelele. En el asiento trasero, un quejido anunciaría a los forajidos que aún había otro sujeto con vida en aquel coche. - A ver si tú tienes algo más fresca la inteligencia -le dijo Romualdez. - No vale la pena que te diga nada. Después me vas a matar. Aunque, hagas lo que hagas, me voy a morir igualmente. - Está bien -aseguró Celestino-. Podemos negociar.

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