viernes, 29 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (391)

Cambiar a Raúl por Pachito era peor que un crimen -pensaría Jorge Brassens parafraseando a Tayllerand-, era un error. Paula había vivido casi quince años como si fuera una gran dama, derrochando el dinero ganado por su marido en los mas fútiles asuntos y cubriendo hasta sus más íntimos caprichos. La lista de sus gastos parecía no tener fin y desde luego carecía de justificación en su mayor parte. Paula camelaba a Raúl de manera gradual, pero incesante. No sabría muy bien el propio Raúl por dónde empezar. Quizás por el ahorro de un gasto incurrido por su madre -otra argentina de nulos recursos pero de necesidades comunes al resto de los mortales- que Paula convertía en el alquiler de un almacén para la ropa no vendida en su negocio textil; claro que, poco más tarde, una caída de su madre, torpe ya, planteaba a su dilapidadora hija una clara disyuntiva: o alojar a su madre en su propia casa o depositarla en una residencia; la casa era amplia y sólo había que adaptarla a sus necesidAdes de persona cercana a la invalidez, pero Paula se decidía por la segunda de las opciones, invariablemente la más cara; así que Raúl debia poner de su bolsillo la cantidad adicional de 2.000 euros, aunque para nada Paula se refirió por ese nuevo dispendio a clausurar el almacén. Merece mención aparte la cuestión del negocio que Paula gestionaba -en el caso de que la palabra “gestión” le pudiera resultar aplicable-. La argentina había encontrado en su catalana localidad veraniega alguna amiga que comercializaba al por menor artículos de ropa y complementos, procedentes estos de buenas marcas, aunque desconocidas por el gran público. Obtenida la representación de las mismas, Paula -mejor, su entonces marido- compraba un bajo comercial en el madrileño pueblo de Las Rozas y se dedicaba a la venta de esos productos. Contaba para ello con la ayuda de dos vendedoras y aplicaba como ingresos adicionales de ese negocio el alquiler de otro bajo comercial, producto de otro negocio fracasado, emprendido por Paula y que ahora un inquilino habia transformado en hamburgueseria. Aún así, las cifras no siempre resultaban. Y es que la incontenible capacidad dilapidadora de la porteña sabía mucho de gastar pero poco de ingresar y su negocio estuvo en muchas ocasiones al borde de echar definitivamente el cierre, si no fuera porque su marido acudía a su rescate. De modo que, armada de una tarjeta de crédito con amplia cobertura, situada su madre en lugar seguro y sin que la causara molestia alguna, cuidada su hija por una ecuatoriana y su tienda por dos dependientas, la argentina decidía que la vida no la deparaba más emocionantes expectativas y se encaminaba con su acostumbrada determinación a los siempre espinosos paraderos de la infidelidad. Sin embargo, todo hay que decirlo, si Paula era mujer resuelta no lo era menos cobarde, y mantenía su relación extra-conyugal en el mayor de los secretos. Desde cuándo fueron amantes era algo que Raul no conocia muy bien, pero esa es nota característica a todo cónyuge engañado.. Paula aprovechaba las ausencias de Raúl para sus escarceos libidinosos, y donde su marido ponía a sus amigas ella ponía a Pachito. Quizás para que su engaño no le subiera los colores a su ya sonrosado rostro, Paula dejaba de frecuentar a la familia de Raúl. Había borrado de su paisaje vital la ciudad de Valladolid y nunca le hacía compañía en los viajes que tenían por objeto alguna celebración familiar. De modo que Pachito y -en alguna medida Susana, su hija- eran la única familia (¿) que le quedaba. Hemos dicho que Raúl no era ya familia para Paula, más bien había quedado reducido a la figura del banco a quien se le atraca de modo permanente. Y su madre, la también argentina Juana, era mujer de presencia tranquila en apariencia, pero de interior convulso. Separada antes que viuda, Juana era una compulsiva jugadora de bingo y esa era la causa por la que su matrimonio fracasaba -según Alfonso, su entonces marido-. Llegada a Madrid era acogida por su hija y posterior yerno, pero pronto ambos preferían que Juana no conviviera bajo su mismo techo. Después de algunas vicisitudes, una -¿inoportuna?- caída la hizo susceptible de ingreso en una residencia cuyo gasto, como se ha dicho, era pagado por Rauú. La decisión no se basaba en la mejor calidad de vida de Juana, sino del bienestar de su hija, cuya pretensión principal consistía en apartar los obstáculos que se le ponían en su camino hacia su propia felicidad. Conocedora de la incomodidad que suscitaba en Paula, Juana se integraba sin dificultad en su nuevo habitáculo.

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