lunes, 13 de agosto de 2012

Intercambio de solsticios (422)

En puridad, podría decirse que Vic Suárez y Jorge Brassens respondían a una clave que, por haber sido tantas veces registrada, ya no resultaba actual. Era esta la de los tiempos antiguos. Ese sin embargo reciente matrimonio no podía decirse que viviera fuera de su época, pero sí que le era aplicable un cierto aire de nostalgia por los tiempos que fueron y que nunca volverían. ¿No volverían? Nadie podía saberlo, en realidad. España había atravesado, como viajeros intergalácticos, una experiencia rayana en la quimera, un sueño, el de quien piensa que es lo que no es y puede lo que no puede. Claro que de los sueños siempre se despierta para inmediatamente después acomodarse a la dura realidad. Y las buenas gentes españolas apenas si estaban saliendo del bucle cuando algunos indignados mezclados con los delincuentes de siempre -entre los cuales, por supuesto, se encontraban muchos de los que habían provocado el desastre- se dispusieron a destrozar todo resto visible de civilización y de orden. El sueño había trocado en el peor de los despertares: la pesadilla. Sí, el horrible animal seguía ahí, como en el cuento. Y Jorge Brassens, optimista por naturaleza, pensaba que se encontraban recorriendo el camino correcto; el que conducía a la renovación de la dignidad y el culto al civismo, aunque fuera muy duro el recorrido, aunque el sendero no dejar de encontrarse con obstáculos como los de un Sotomenor o un Cardidal. Una nueva era presidida por las ideas de la libertad y la democracia, pero definidas también por el respeto, el cumplimiento de la palabra dada y la educación; una economía basada en la austeridad. Vic, al contrario, menos crédula con respecto a la bondad humana, pensaba que habían retornado a las cavernas y actuaba del modo más practico posible: resistiendo. Aún así, negativa o positivo, inalcanzable o realizable, ambos pensaban que la única cosa por la que merecía la pena luchar era por conseguir ese espacio que un día los españoles, enredados en su espejismo particular, habían despreciado para adentrarse en un mundo de megalomanía. Ya estaban dentro del recibidor en la entrada de la sede de Chamberí. El ultimo en llegar había sido Francisco de Vicente, que aparcaba su coche en una de las calles aledañas a Génova. Era siempre la duda metódica en esos tiempos: si dejaba su coche en el aparcamiento de la sede, era posible que la prevista agresión de la gente de Chamartín acabara también con él e, incluso, con la posibilidad de utilizarlo como vía de escape; dejarlo en la calle l pondría a merced de cualquier amigo de los bienes ajenos, que no dejaban de merodear con intensidad por entre los andurriales de aquellos barrios. Claro que, precisamente esa noche y en esa zona, el nivel de protección era seguramente más adecuado que en cualquier ota parte de lo que en su día fuera Madrid. ¿Pero, y si le alcanzaba al coche alguna de las refriegas de las balas de unos u otros? Cualquiera sabia. - Aquí nos quedamos -anunciaría Jorge Brassens, nada más oír las ultimas palabras en que se contenía la propuesta de Jacinto Perdomo. - Me temo que no hay otra posibilidad -observaría Cristino Romerales-. Supongo que esa gente estará muy cerca de aquí. Voy a ver si dispongo de algún arma que dejaros... Eso sí, si estáis dispuestos a colaborar en la defensa de esta plaza. - ¿Te refieres a que los agresores son agentes de la policía de mi distrito, del que formo parte como responsable ejecutivo? -preguntó Brassens con una sonrisa-. Eso es ya tiempo pasado. Ahora estamos en otra época.

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