miércoles, 22 de agosto de 2012

Intercambio de solsticios (428)

Eran dos los coches, en efecto. Había enviados tomar el distrito de Chamberí a tres de sus vehículos -incluido el suyo propio- y solo regresaban dos. ¡Y sin haber completado la operación! ¡Desaprovechando además el efecto sorpresa con que él, Juan Carlos Sotomenor, había contado. En realidad, El jefe de la policía de Chamartín no sabia muy bien qué hacia en aquel infecto Madrid -ni siquiera, la gran urbe, sino un de sus barrios, por más distinguido que este fuera-. Él, que nunca había querido salir de Bilbao, salvo pata sus vacaciones por Pedernales, desde luego. Él, un producto de las pudientes clases medias bilbainas, hijo de oculista de prestigio, abogado en ciernes en despacho prometedor -aunque su titular corría hacia los brazos de una joven amante- y se tenía que dedicar a la política, único desembarco airoso que le quedaba, a él y a Leoncio Cardifal, que se llevaba la parte del leon en la primera tajada. Pero Sotomenor no, él era el hombre que sabia medir las distancias, guardaba un silencio sepulcral que algunos identificarían con la más simple carencia de ideas. Pero no era así. En realidad, lo que estaba haciendo era asegurar la jugada, generar confianza, conseguirla él mismo, y así su dentellada seria implacable. Podía haberse refugiado en Pedernales cuando estallaba la crisis. Pero a nadie confiaba en nadie en aquel profundo Pais Vasco que, nunca como antes, podía haberse llamado "Pais Asco". Y es que los indignados vascos eran también un cruce pavoroso entre la anarquía y la radicalización independentista de Baasuna. "Dios los cría..." Y la sede del PP fue la primera de España en ser desarticulada por las turbas. A punto estuvieron de cogerlos y ejecutarlos junto a la otrora sombra protectora del Sahrado Corazón. Así que corrió hacia ña estación, pidió a su mujer que protegerá a sus hijos en algún lugar y huyó, como-un-conejo hacia Chamartín, de donde no había vuelto a salir. Amparado en un principio por la mala memoria de Jacobo Martos, dispuesto a perdonar todos los agravios como una suerte de santo revivió -un idiota, en realidad- y con la expresión siempre recalcitrante de Jorge Brassens, refugiado ahora en el ámbito exterior de la política del distrito. Promto llegaría al mismo punto su amigo de siempre, Cardidal, que volvía precipitadamente de sus incursiones latinoamericanas de la guerrilla, la droga y el enriquecimiento de las mafias. Y pusieron en marcha de nuevo la "entente" de los ex camaradas de despacho: Cardidal, la representación -que le volvía literalmente fuera de sí-, Sotomenor, el mando efectivo de ña situación -que era lo suyo-. Y las cosas habían ido a pedir de boca hasta esa misma noche, cuando la sombra de Brassens se les cruzaba de por medio en una especie de tardío, aunque efectivo, ajuste de cuentas. Pero ya los ocupantes de los edículos habían aparvado junto a la puerta principal que daba acceso a la estación-sede del Distrito. Y fue entonces cuando la brisa de la mañana se colaba entre sus fosas nasales para producirle un irresistible deseo de estornudar. Nunca lo hubiera hecho. Unos cuantos pares de ojos se dirigieron hacia el surtidor de la gasolinera donde se encontraban parapetados los dos enfrentados jefes de policía. - ¿Quién está ahí? -preguntaría el jefe de la expedición, apuntando su arma en dirección a la zona desde donde procedía el sonoro ruido.

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