jueves, 30 de agosto de 2012

Intercambio de solsticios (434)

La ahogada voz de Juan Carlos Sotomenor surgía de entre las oscuridades de esa noche: - Soy yo. Vuestro jefe... Pero Sidi Ben Bachat tenía muy claro desde hacia tiempo lo que haría en esa ocasión. Había quitado el seguro al revolver de su homologo en Chamartín y sin pensárselo dos veces aplicó el cañón a la cabeza de Sotomenor e hizo fuego. Antes de caer, como un guiñapo, al suelo un chorretón de sangre golpeó al saharaui en la cara. Su ojo izquierdo quedaba por un momento cegado y por su boca penetraba el sabor dulzón de su flujo. No, no era helado como un témpano de hielo -según aseguraban propios y extraños- estaba caliente; pero, como era de esperar, sabia repugnante. La voz de Sotomenor y el inmediato disparo produjo un instante titulada entre los agentes de Chamartin. Pero no duraría mucho: las armas de los esbirros de Sotomenor empezaron a producir su correspondiente y furiosa respuesta. Bachat comenzó a correr hacia la calle Agustín de Foxá. Pero no tuvo suerte: alguno de los disparos impactaron sobre los distribuidores de la gasolinera, devolviendo el metálico sonido característico. Sin embargo, fue tal la ensalada de fuego a discreción que un disparo, al menos, produjo, primero, un incendio, que aclararía la noche como el relámpago de una tormenta; y, décimas de segundo después, una fuerte explosión. Antes de que llegaran los policías, los cuerpos sin vida de Bachat y Sotomenor eran pasto de las llamas y solo algún movimiento espasmódico en el organismo del segundo revelaba la presencia de los estertores finales de aquel hombre que siempre había combatido por la libertad, hasta dar su vida por ella, en un país que al cabo nunca había sido el suyo, un país que además había abandonado a su suerte los destinos de su pueblo. Los hombres de Romualdez habían llegado ya a los aledaños de la sede de Chamberí. Situados a un costado del principio de la calle Génova, a dos pasos de la antigua Audiencia Nacional, y semiamparados por las cornisas de la ya desaparecida cafetería Riofrío, Celestino susurraba a sus gentes: - No veo que se mueva nadie por ahí, pero es seguro que están... - ¿Nos están esperando? -preguntó el que tenía forma y maneras de orangután desarrollado. - A nosotros desde luego que no -repuso Romualdez-. Otra cosa es que esperen a que los de Chamartín hayan llegado. Pero creo que no. Parece que no hay demasiado rastro de batalla reciente por allí. - ¿Y qué hacemos, jefe? - Vamos a avanzar hacia la sede de Chamberí por las calles de atrás. Entraremos en Génova por arriba y así es posible que los sorprendamos -dijo. De modo que el grupo de Romualdez regresaría a la Castellana para realizar la operación ordenada por su jefe. - ¿Y qué hacemos ahora? La visión era terrorífica: los dos jefes de policía de los distritos vecinos yacían muertos en medio de un colosal incendio que desintegraba sus cueros a una velocidad de vértigo. La columna de fuego seria visible en todo Madrid y la explosión habría sido percibida mucho más allá de los estrechos limites del distrito de Chamartín. - Los dejaremos aquí, de momento. A lo mejor las llamas se encargarán de convertirlos en polvo... -repuso el conductor del coche de Sotomenor, y que se había erigido como el jefe de la operación. - Sí. Estoy de acuerdo. Yo no estaba ahora por ocuparme del entierro...

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