martes, 18 de septiembre de 2012

Intercambio de solsticios (448)

De manera que Jorge Brassens había obtenido finalmente la paz interior que tanto necesitaba. Y esa paz tenía, como en tantas camiones, nombre de mujer. Una chica resuelta y dinámica, juvenil y atractiva, Vic Suárez. Se instalaba en su compañía en una discreta calle del norte de Madrid, en el distrito de Chamartín. Y allí, reconciliado con su existencia, sabiendo que -como le había ocurrido en alguna ocasión a lo largo de su vida- optaba por el difícil camino que las convicciones dicta, en lugar del más sencillo de continuar por la cómoda ruta que había seguido hasta entonces. Cómoda, por supuesto, según se mire, que las balas de los asesinos le habían puesto en diversas ocasiones en la diana de sus objetivos terroristas. Y dejaba atrás Bilbao, la ciudad que le había forjado como persona, ese espacio urbano en el que se habían quedado muchos de sus amigos y buena parte de los que habían ocupado parte de su existencia en hacerle más difícil su labor. Y dejaba atrás gran parte de su familia, también. Estas páginas describen alguna de las incidencias que figuradamente le habían acontecido. Y, después de todo, ¿en qué consistía exactamente una familia, sino era esta una oportunidad para la solidaridad y el cariño, pero también para lo contrario? Porque cuando los intereses se encerraban en ese piélago que formaban los cruces de caminos de los seres humanos, cuando quizás se veían atrapados por las circunstancias dictadas por esos mismos intereses, todos ellos -casi todos- hacían una piña desde la que dictaban la sabiduría de la mayoría. Y él, Jorge Brassens, era la minoría y, por lo tanto, no tenía razón. ¿Una curiosa manera de aplicar las reglas democráticas al gobierno de las familias? Y era que, en una estirpe para la cual el liberalismo paterno debería haberse convertido en divisa general, convendría referirse a las ideas de ese gran liberal que fuera Lord Acton, para quien la democracia se refería antes que nada en el respeto de las minorías por las mayorías. ¿Y qué habría dicho su padre en ese supuesto? Jorge Brassens se quedaba pensando muchas veces en la posible reacción de su padre en ese supuesto. Él, don Raúl, que tantas veces se tomaba el mundo por montera, fiel a la tradición brassensista, dispuesto a la más pertinaz de las soledades si creía que le asistía la razón, ¿habría aceptado esta resignación ante un patrimonio familiar que se iba dilapidando progresivamente, con tal, claro, que esa de esa circunstancia sacaran provecho inmediato los que por esa casa pululaban. Era muy posible que, en uno de sus característicos prontos, hubiera gritado su particular "¡Basta ya!". Claro que esa era también cuestión opinable. Pero, esa falta de valentía, esa actitud de dejar hacer, esa debilidad, esa flaqueza... no estaban esas cualidades en el código genérico de los Brassens. Y le faltaba también su primo del alma, su amigo del alma, que se despedía de esta vida en pleno puente de la Constitución de 2.010. Un muchacho con el que tantas cosas había compartido, especialmente en su juventud. Y se iba con una entereza, un dominio de sí mismo y de su poder sobre las circunstancias que lo habían atrapado que constituían todo un ejemplo de cómo, en el supremo momento de la verdad, los hombres de fibra entera saben demostrar a todos que por allí pasaron y su vida deja, por fin, y no importa qué tipo de vida haya sido la suya, una gran huella. Todo esto ha quedado registrado en estas páginas. También el doloroso proceso de separación de Raúl, su hermano, aun no resuelto cuando se escribe este informe final en el verano de 2.012, en Arrechea, ese pueblo del Pirineos navarro que siempre había constituido el mejor y el más protector de sus refugios.

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