miércoles, 7 de noviembre de 2012

Cecilia entre dos mares (11). La primera cita (III)

- ¿Por qué se sienta usted ahí, Iturregui? ¿Es que le parecemos poca compañía? La fuerte voz de don Juan Echezarraga era inconfundible. Don Juan, con su pelo desordenado y los bolsillos de su chaqueta repletos de periódicos. - Desde luego que no es mi intención hacerles un desaire, don Juan, pero es que estoy esperando a una escritora de las letras sudamericanas y considero que es mejor que la reciba, previamente a presentársela a ustedes. - Bien. En ese caso -dijo Echezarraga, siempre en presidente de la tertulia- prepararemos algo de literatura. Por hoy, Herrerías, no habrá discusión de política. Enrique Herrerías asintió con una sonrisa antes de asegurar: - De todas formas, don Juan, tengo aquí un comentario sobre el origen de las villas y la lucha del elemento rural y el ciudadano, en que aquel supone el origen del bizcaitarrismo y este el del elemento liberal, que me parece puede resultar interesante... - ¡Bueno, bueno! -exclamó Echezarraga-. Empecemos por eso, Herrerías, que tiempo habrá para pasar a la literatura. Herrerías disertaba sobre el nacimiento de la ciudad. Hecho que, según él, explicaba casi todas las cosas: los aldeanos contra los ciudadanos, los carlistas contra los liberales, aquellos y los nacionalistas contra los mismos liberales y los socialistas... mientras que Iturregui, sentado en una mesa contigua a la de la tertulia de todos los días del Lion D'Or, esperaba revolviendo con la cucharilla el café, primero, o calentado entre las manos su copa de Armagnac... Las cinco menos cuarto. Y no llegaba. La perorata de Herrerías había concluido y, a punto estaba Iturregui de entrar, una vez más, en la tertulia para testimoniar su acuerdo con aquel político y estudioso de la historia y hombre de acción que era Herrerías. Pero él esperaba a la señorita Llosa, la musa de las letras sudamericanas. Las cinco. Las cinco y cuarto... La voz de Echezarraga sonaba otra vez, estentórea. Dominando los antiguos salones de la cafetería: - Plantón. Le han dado a usted plantón, Iturregui! ¡Vamos, que no tiene usted edad para que le hagan eso! Pero lo cierto es que daban ya las cinco y media y ya estaba Iturregui levantándose de su asiento para llamar por teléfono al hotel o para acercarse a este. En ese preciso instante apareció Cecilia Llosa. Iturregui tuvo que pensar si la había visto alguna otra vez. Claro que era ella, pero apenas si conservaba un recuerdo de su cara, de su manera de andar... Vestía ella un abrigo encarnado que dejaba sueltos, hacia abajo, los volantes de una falda azul clara que descubría una generosa porción de sus bellas piernas, cubiertas estas con unas medias del mismo color que su falda. Zapatos rojos, de tacón alto y, en la cabeza, un sombrero marrón en el que aún brillaban unas gotas de agua. En la calle había comenzado a llover. Cecilia echo un breve vistazo al local y no tardó en descubrir a Iturregui. No en vano, su mesa estaba situada en la zona central del salón. - Le pido todas mis disculpas -dijo la Llosa don una amplia sonrisa. La expresión del rostro de Iturregui decía que las aceptaría sin la menor de las reservas-. Es que... se ha puesto a llover y he pensado que seria mejor protegerme con un sombrero... Lo que pasa es que no he encontrado el que buscaba y me he tenido que poner este que no va demasiado bien. - Pies a mí me parece que le sienta a usted divinamente. Iturregui la invitó a sentarse. Después, acercó educadamente, su silla hacia la mesa y, a continuación, hizo una seña a uno de los camareros, que se aproximó en seguida. Cecilia tomaría una manzanilla. - He llegado tarde -dijo ella con una picara sonrisa-. Pero debo decirle que eso, en mi Pais, no es demasiado grave. De modo que si alguien tiene una cita y demanda que haya puntualidad por la otra parte, insiste siempre en que llegue "a hora inglesa". - Así que si tengo una cita con usted y no le hago esa precisión. ¿Con qué retraso llegará usted? -preguntó Iturregui, adoptando también un tono divertido. - ¡Oh! En ese caso procurare llegar puntual! Pero si me retraso unos treinta minutos espero que no se enfade usted... - No sé si esa perspectiva me va a encantar -dijo el empresario cambiando a un tono más irónico. - ¡Se ha molestado usted! - De ninguna manera, señorita. Lo que pasa es que en Bilbao las cosas se hacen siempre con puntualidad -ahora Iturregui se expresaba con toda seriedad. - Bueno -dijo Cecilia cambiando la conversación-. Le quería enseñar a usted una cosa -introdujo su delicada mano en el amplio bolso y buscó durante un rato ente los objetos diseminados en su interior-. ¡Ah! ¡Aquí están! -y extrajo finalmente cuatro libritos de poemas que entregó a su interlocutor. Iturregui dedicó unos instantes a su consideración y ojeó algún que otro poema ante la atenta mirada de Cecilia. Después dejaría los libros sobre la mesa mientras que su autora clavaba sus ojos en los suyos. - ¿Quiere conocer mi opinión? -preguntó el bilbaíno. - Desde luego. - Pues mire usted. No sé si esta valdrá de mucho, porque yo no soy especialista en poesía -Iturregui hizo una pausa después de pronunciadas estas palabras-. Para mí hay dos tipos de poemas: los que entiendo y los que no. Y, por lo menos, estos están entre los primeros. - Pero no me ha dicho si le gustan -insistió la peruana, a quien no le bastaba con la evasiva respuesta del industrial. - Sí, sí. Me gustan. Aunque le insisto en que.yo no soy un entendedor en estas cosas...

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