miércoles, 16 de enero de 2013

Cecilia entre dos mares (33). Cecilia no se niega (I)

- Astondo. Póngame por favor con el Hotel Carlton. Con la señorita Cecilia Llosa. Tardarían una barbaridad. Todo el lío de hablar con recepción, orden al botones, este que sube a la habitación, ella que sale -cuando tiene a bien salir, que Cecilia no es cualquier cosa...- Por fin se pone al teléfono, Astodo le pide que no se retire, le pasa el teléfono, para que luego tenga que escuchar una voz tan distorsionada que bien podría provenir de cualquier persona. Le era igual. Solo quería hablar con ella. Eso de la carta no era su fuerte, siempre le salían frases estereotipadas como: "Estimado amigo. Le confirmo el envió de mercancías tales y cuales, procedentes del puerto", o "por la presente le acuso recibo de abono de dividendos" o "reciba mi pésame más cariñoso y sentido". Cartas comerciales, cartas convencionales... No servia para las cartas de amor, y eso que cuando explicaba las cosas lo hacia bien. "Tenía usted que haber sido escritor", le dijo ella. Pero él prefería las relaciones sin distancias; la expresión del interlocutor como referencia de lo que pensaba, sin tapujos, sin rodeos. Claro que con Cecilia todo era diferente. A veces hasta pensaba que era mejor hablar por teléfono. - Le paso la llamada -anunciaba Astondo, sacándole de sus pensamientos. - ¿Señorita Llosa? - Miguel -decía ella como signo de asentimiento, y pronunciaba su nombre como llevada de una fuerza interior que la inundara de paz. - Cecilia, ¿Qué tal estás? - Bieeen. - Supongo que no te molestará que te llame. Ya sé que preferías que nuestro contacto solo se produjera a través de cartas. -No. Iturregui se había lanzado a hablar sin molestarse en oír la contestación, como le pasaba cuando se encontraba eufórico. Pero sabia que Cecilia había contestado algo. - Perdona. ¿Cómo has dicho? - No me molesta.por supuesto que no me molesta. - Me alegro. - ¿Qué tal te fue ayer? - Bien. Bueno, un poco tristón, después de ña conversación del sábado. Ella no contestó. - He dado algún que otro paseo y me he dedicado a leer. Por cierto... ¿Sabes quién era Lorenzo el Magnifico? - La verdad es que no. - Pies era un gran noble medieval, de Florencia. Un hombre al que quiso matar el Papa de la época. En definitiva, un personaje interesante. - Lo cierto es que los sudamericanos no conocemos mucho de la historia europea. - Es lógico. Tampoco nosotros sabemos demasiado de la historia sudamericana... Pues, volviendo a Lorenzo, este señor también escribía poemas. Y hay uno que me ha parecido muy a propósito, porque dice lo que yo siento en estos momentos. - ¿Lo tienes ahí? ¿Me lo puedes leer? - Por supuesto. Iturregui leyó los versos que tenía anotados en una pequeña libreta. Cecilia recibió en silencio las palabras que Miguel pronunciaba en un perfecto francés. Luego le pidió que se las tradujera. Hubo un largo silencio después de oída la versión española, un silencio que rompió Iturregui. - Supongo que no juzgarás con demasiado rigor critico este poema en su aspecto formal. ¡Dios sabe cómo sonaría en italiano o latín! En francés, más o menos bien. Mi traducción ha sido en todo caso la que ha rematado el asesinato... - Está claro. - ¿Qué es lo que está claro? -preguntó Iturregui simulando una indignación que no sentía- ¿Que soy un asesino de los idiomas? En realidad, nunca fui el primero de la clase en francés, pero luego tuve una institutriz, mademoiselle Marie Souton, de Pau, que hizo mejorar, de grado o por la fuerza, mi francés - ¡Ja, ja, ja! Yo no me refería a tu francés. Lo que está claro es que no has cambiado de opinión -dijo luego, en tono más grave. - No. En cuanto a lo que te dije el sábado, desde luego que no. Cecilia permaneció callada durante unos segundos. Después dijo: - Miguel. Sabes que lo nuestro es imposible. "Ya estaba ella otra vez con esto", pensó Iturregui antes de medio exclamar: - ¿Por qué? ¿Por qué es imposible? - Lo sabes bien, Miguel. Tu mujer, tus cuatro hijos, tu posición personal en Bilbao, tus negocios... Iturregui contestó de forma tajante. - Mira. La única objeción que admito de todas las que has formulado,es la de mi familia. Todo lo demás no son problemas. En cuanto al primero, debo reconocer que se trata de un asunto difícil, pero que en todo caso es mi problema. - Mira Miguel. Sabes muy bien que no he venido a esta ciudad a romper ningún matrimonio. Por mucho que me sienta atraída por ti... Pero Iturregui no podía aceptar esa tesis. - ¿Y qué fue de aquella poetisa arequipeña? -preguntó volviendo a un tono teatral- ¿Qué fue de una bella joven que recitaba unos versos al amor inmortal, a ese amor que se escribe con letras mayúsculas? Pues que luego vino esa misma joven a desmentir con sus propios hechos sus anteriores palabras -concluyó con un deje de amargura en su voz-. ¡Esa es la tristeza que nos aportan los años nuevos! "Sic transit gloriae mundi. - Te dije que servias para escritor. Lo que no conocía eran tus dotes de actor. - No cambies de tema ahora, Cecilia. ¿Dónde está la premiada mujer de las letras peruanas que hablara en la Bilbaina el trece de septiembre? - Está aquí. Siempre ha estado aquí, pero nunca con la conciencia intranquila por haber roto una familia. - Tú no has roto nada que no estuviera ya previamente acabado, Cecilia. La rutina, lo que se repite día a día. Todas esas cosas a las que te referías en tu poema... Eso es lo que ha matado a mi familia. Ahora estás tú. Ya te lo dije el sábado. Estás tú, aunque solo sea por una cosa, aunque solo sea porque yo te quiero. Iturregui percibió que estas palabras debían haber producido un fuerte impacto en la peruana, así que prosiguió: - Yo no te propongo un camino de rosas ni de espinas. Solo te digo que aquí estoy. Solo te pido que recorras una parte de este camino conmigo. - Lo que pasa es que esto se está haciendo demasiado grande. Y habría que pararlo -observó pensativa Cecilia. - No entiendo por qué -Iturregui parecía dispuesto a aceptar su derrota, pero nunca antes de lanzar un ataque final-. Solo lo comprendería en un caso, en el caso de que me rechazaras porque no me quieres. Cecilia empleó unos segundos en reflexionar su contestación. Y lo hizo con una voz muy sensual, muy dulce, uque os que invadía todo el organismo de Iturregui, que le hacía temblar, y eso a pesar de la imperfección con que el aparato telefónico transmitía las palabras de la peruana. - Yo te quiero, Miguel. Te amo. Y ese es el problema que tengo. Que me alegro cuando te veo, que me apeno cuando te vas. Que ye necesito cuando no te tengo, que te necesito ahora. Iturregui se levantó de su asiento y dirigió su mirada hacia la calle, observando luego el paisaje de la ría de Bilbao, marrón, sucia cloaca en la que se forjaban las fortunas de sus gentes. El hombre que la estaba contemplando había conseguido abrir un corazón al amor. - Es la primera vez que me lo dices. Y me ha gustado mucho. - Te quiero, Miguel. - ¿Vamos a recorrer una parte de nuestro caminos juntos? -preguntó entonces con candor, como lo hubiera hecho un niño. - Lo que tú quieras, mi amor.

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