viernes, 1 de marzo de 2013

Cecilia entre dos mares (51). Cecilia, decide (I)

Se sentía interiormente desconcertado. Tantas expresiones de duda no estaban bien tratándose de ella; tampoco para él, tampoco para Iturregui: no se las merecían ninguno de los dos. Así que había resuelto con rapidez las cuestiones pendientes del día, delegando en Astondo algún asunto de los que acostumbraba él gestionar personalmente, encargaba un gran ramo de flores, dos docenas de rosas rojas, que él llevaba en mano hasta el hotel Carlton. Preguntó por ella. En efecto Cecilia se encontraba en el establecimiento. Le vería en unos minutos. Iturregui esperó en su magnifico Bentley. Esa tarde del final del invierno bilbaíno iba concluyendo, como la estación; la puesta de sol refrescaba el ambiente, pero acurrucado en el habitáculo de su automóvil el industrial se protegía del frío. Contemplaba la espléndida fachada, iluminada, del hotel, creada por su amigo Juan Higgins, sus cinco alturas y la azotea, la rotunda puerta sobre las que descansaban las habitaciones con derecho a terraza, contiguas a la de Cecilia. Observaba, a veces, el reloj; otras, las estatuas dispuestas a los lados, en la planta baja o en la quinta; en alguna otra ocasión, la habitación de Cecilia, por si la veía, por si advertía cierto movimiento de visillos o una ventana abierta; y ella, diciendo que bajaba "en un cinco", o sea, tratándose de una mujer, enseguida. Y por fin llegó. Un ligero fru-frú de su vestido la acompañaba. Estaba tan guapa como siempre y su sonrisa hacia él le hacia pensar que todo estaba resuelto: sus dudas conjuradas por ella; su amor eterno, infinito. Él salió del coche y se dirigió hacia ella. Se encontraron a medio camino entre la puerta del hotel y su Bentley. Él la besó una vez en la mejilla, porque los peruanos prefieren emplearse en los besos más fogosos. Luego entraron en el automóvil. Cecilia se apoyó en el pescante y realizó un gracioso movimiento de cintura, casi un paso de baile y se sentó. Iturregui cerró suavemente y se dirigió hacia el lado derecho del coche, en el que se encontraba el volante. "Vamos a conversar", dijo ella. Iturregui, las manos enguatadas, sujetando el volante, la miraba, después observaba la tapicería de su Bentley. Le contó todas las historias que ella quiso. Prolongó su relato mientras le sonreía, y él intentaba cogerla de la mano, recubierta de un guante verde. "¿No te lo puedes quitar?", le pedía, deseoso de sentir el contacto de su piel. Ella lo permitió durante unos minutos, después volvía a enfundarse en su manguito. "Era el de mi mamá", explicaba. Y empezaron a hablar sobre ellos. "Lo tengo muy claro, Miguel. Tú volverás con tu mujer"., le dijo como una ráfaga. Y él, nuevamente sujeto al volante de su automóvil, miraba hacia el cielo y no descubría en él ninguna estrella. "Eso lo has decidido tú. Yo no lo tengo nada claro", le respondía. Pero se acercaba a ella, la acariciaba en la mejilla y en el cuello y sobre sus piernas, y alguna vez besaba su pelo moreno o sus labios. Cecilia le dejaba hacer, pero no permitía que se sobrepasara. Iturregui le hablaba de sus dudas y se agarraba otra vez al volante como si quisiera escapar de aquella situación. "Te estás engañando, Miguel. Tú volverás con ella". Y él seguía negando con la cabeza. "Porque tú lo dices. Pero no es esa mi intención". "¿Has tomado alguna decisión?", le preguntaba después. "Sí", contestaba resuelta. "Me voy sola. Me voy a París". Luego Cecilia volvía su cabeza hacia la ventanilla para decirle: "La otra noche me encontraba mal y tú no estabas, pero sabia que tú te encontrabas bien y eso me reconfortaba. No has estado cuando te he necesitado, Miguel".. Entonces Iturregui soltaba el volante y se dejaba caer sobre el asiento forrado de cuero de su Bentley. "Te he fallado. Lo siento". Y ella le decía: "No importa" y miraba hacia el cielo. Y ella, sí, descubría estrellas. Luego recogió las flores que él le entregaba. Y le besó en la frene. Y se fue hacia el hotel.

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